-Amas a tus hijos, Mackenzie, como tu padre nunca fue capaz de amarte a ti, ni de
amar a tus hermanas.
-¡Claro que amo a mis hijos! Todos los padres aman a sus hijos -afirmó Mack-. ¿Pero
eso qué tiene que ver con el motivo de que yo esté aquí?
-Es verdad, hasta cierto punto, que todos los padres aman a sus hijos -respondió ella,
ignorando la segunda pregunta de Mack-. Pero has de saber que algunos de ellos es-
tán demasiado destrozados para amarlos como deberían, y otros apenas pueden amar-
los siquiera. En cambio, tú amas a tus hijos como se debe, y más que eso aún.
-Aprendí mucho de Nan para lograrlo.
-Lo sabemos. Pero lo aprendiste, ¿no?
-Supongo que sí.
-Entre los misterios de una humanidad fracturada, éste es uno de los más notables:
aprender, hacer posible el cambio. -Ella estaba serena como un mar sin viento-. Así
que entonces, Mackenzie, ¿puedo preguntar a cuál de tus hijos amas más?
Mack sonrió por dentro. Conforme llegaban sus hijos, él había pugnado por contestar
esa misma pregunta.
-No amo a ninguno más que a los otros. Amo a cada cual de diferente manera -contes-
tó, eligiendo con cuidado sus palabras.
-Explícame eso, Mackenzie -dijo ella, interesada.
-Bueno, cada uno de mis hijos es único. Y esa excepcionalidad y especial personalidad
exige una respuesta única de mi parte.
Él se acomodó en su silla.
-Recuerdo cuando nació Jon, el primogénito. La maravilla de esa pequeña vida me
cautivó tanto que