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osechaba yuca y cantaba melodiosa la tierna Tsinani; y
con ella trinaba la selva en un armonioso palpitar. Sus
ritmos y melodías son eternos retornos y su faustuoso
canto es dulce y fresco como el prístino masato.
Con felínica paciencia, cautelosa y a puntillas le siguió el
rastro a un kentori que yacía en la hoja de una palmera. Sus pies
descalzos eran ganchos silenciosos, al instante e imperceptible se
trepó al árbol sin perder de vista al animalito y con sus manos,
infantes anzuelos, la cazó.
—Kentori, kentori, kentori, abariro ketori —cantaba
sigilosamente.
Llegó contenta al suelo, quitole las alas y lo comió, el kentori
era golosina natural para su paladar.
Retomó la cosecha, llenaba las yucas en el canasto que llevó
y alistó su carga, las guardó para recogerlas después y de pronto
por sobre su cabeza pasó otro sabroso kentori, uno más grande y
jugoso que se fue volando al lado más oscuro de la selva.
"Los niños están desapareciendo en la selva profunda, no
te alejes tanto", recordó lo que le dijo su madre antes de casa salir.
Era más grande la tentación que olvidó la advertencia y
las desdichas que asolaban al pueblo. El kentori se posó sobre la
flor blanca del tabaco, la niña dudó, pero vio que la presa era fácil
para atrapar.
—Tsinani se está de morando demasiado —se preguntaban
sus hermanos algo preocupados. Ellos pescaban en el río, ya
habían empezado a echarla de menos. Tenían el sarato repleto de
karachamas, guardaban ya las redes para ir donde la chacra de yuca
y regresar con toda la comida a casa, juntos los cuatro. De pronto
a lo lejos se escucharon gritos desesperados y a continuación un
gran estruendo que hizo temblar la tierra. Fue lo último que se