Khipuz September 2016 Issue #9 | Page 18

Reseña por: José Roberto Ortega

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La Gloria eterna aguarda para aquellos que conquistan el Olimpo. Esa es, al menos, la promesa para todo atleta que representa a su país en una justa olímpica.

La historia de Emil Zátopek es distinta.

Corredor por convicción, al participar en una competencia organizada por la fábrica de zapatos donde trabajaba, se enamoró del deporte. Pese a nunca haber corrido, quedó segundo. Ya nunca se detendría. Nadie lo alcanzaría. Buscará descubrir hasta dónde puede llegar.

1946. Berlín. Las fuerzas comunistas han organizado un campeonato de atletismo. Tras el cartel y la bandera de Checoslovaquia desfila un único individuo, rubio, delgado, sin aspecto de deportista y que luce desmañanado: Zátopek. La gente ríe. Ochenta mil personas ríen. Ríen nuevamente cuando, al ser convocado para su prueba, apenas logra percatarse que lo llaman a él. Siguen riendo al ver su poca ortodoxa forma de moverse, avanzando como un loco y agitando los brazos, deformando su cara y gesticulando a cada paso que da. Los periodistas también se mofan. Sólo dejan de hacerlo cuando él sigue acelerando y, en la última vuelta de los 5,000 metros, le saca ya una vuelta completa de ventaja a su más cercano competidor. Nadie volverá a reír. Sólo él sonríe, siempre sonríe.

Correr para escapar de uno mismo. El corredor puede ser la única persona solitaria al entrar en un estadio lleno, pletórico de gente que sigue paso a paso la competencia y aún mantener este acto como algo íntimo.

Correr como un animal. Él se enfrenta a cualquier tipo de clima y de terreno. Entrena en el bosque, en las montañas, en la carretera, en el tartán. En el frío invierno o el feroz verano. Atento solo al latido de su corazón. Es una máquina de correr, un motor. Su apodo: la locomotora humana.

"Correr"