compañeros de grupo; es muy seguro, pues, que entre la parte del público
que no son familiares y amigos haya algún asistente esperando su dosis
diaria de ‘Schadenfraude’, deseando la tragedia en escena: que alguien se
tropiece o caiga, que se le olviden los pasos y demás eventualidades que
podría capturar con la cámara de su ojo y contárselo a otros o, en todo
caso —y dada la naturaleza actual de la humanidad—, capturarlo con una
auténtica cámara digital para subirlo a internet y esparcir la mofa por el
mundo. Es por todas esas lentes de dispositivos digitales inseparables del
espectáculo por lo que a los pequeños les cuesta más trabajo estabilizar
sus nervios, ya que, si algo saliera mal, ahí estaría el eterno recuerdo de su
error bajo formato de video.
Sin embargo, no todo es tensión y desastre ahí en la pista. La filosofía de la
danza folclórica mexicana tiene un sustrato cuasi-epicúreo: el que baila
debe disfrutar lo que hace y exteriorizarlo con una estática sonrisa en el
rostro mientras ejecuta sus movimientos. “Ahí está México, en su baile”,
dicen los corazones más tradicionalistas cuando observan esas danzas
coloridas, el agitar de las amplias faldas, el ir y venir de los pies
“zapateando”, los rasgos con los que han crecido, lo que siempre les
dijeron que era lo “mexicano”; todo eso que de algún modo les hace
recordar un “México mejor” en el que acaso jamás hayan vivido. Es así
como sienten su pecho ensancharse con cada repetición del “Jarabe
Tapatío”, creyendo que México puede encapsularse en eso, en otra
expresión céntrica que no alcanza a hablar por todas las regiones del país;
se ha adoctrinado para creer que ahí está México, en el mariachi y los
bailes de Jalisco, por lo que muchos de esos mismos corazones
tradicionalistas entornan la mirada cuando aparece otro tipo de baile
folclórico e incluso van un paso más allá si se asoma a la pista una pieza
como la “danza azteca”, pues comienzan a preguntarse qué tiene de