Dancefloor
Es viernes por la noche y Guanajuato, consciente de ello, se ha enfundado
en uno de sus múltiples abrigos de gala; es viernes, la incipiente noche fría
va entrando como una invitada más a la velada, y Guanajuato ha decidido
salir para deambular por sus propias calles, por esa piel interminable. El
frío poco importa a los transeúntes que inundan las vías principales y se van
fundiendo en una sola masa humana que avanza al mismo paso; pueden
haber dejado sus mentes encerradas bajo llave en casa, pero al menos sus
cuerpos están presentes allá afuera. No es una fecha especial, sólo otro
viernes cualquiera perteneciente a una larga sucesión de días poco
memorables. Otro viernes cualquiera y de seguro, como es normal a estas
horas de un viernes cualquiera en Guanajuato capital, el famoso Jardín de la
Unión debe estar rebosante de individuos y del ruido que producen a
cántaros, esos individuos que se reúnen de acuerdo a su status o a su
pertenencia a un grupo determinado: los snobs que cenarán en el Casa
Valadez; los falsos bohemios agrupados al otro lado discurriendo entre
bebidas y música en vivo de los clásicos —y abundantes— grupos norteños
de trajes brillosos e instrumentos cacofónicos, así como de los mariachis,
ambos tipos de intérpretes siempre propensos a iniciar una pelea entre ellos
para defender a su clientela; los “cholos” adolescentes que se adueñan de la
parte trasera del Jardín como ya es costumbre —como también lo es el que
hayan hecho de los viernes su día para exponerse a la luz pública, para
hacer sus “fechorías”—; y la molesta “estudiantina”, tan reiterativa como
puede serlo, que sólo interesa a los turistas y que siempre despierta el
desprecio local.
Pero esta noche el escenario es otro. Esta
irrelevante noche una parte de Guanajuato