nombre de su esposo, no podían creerlo.
Pensaban que les estaban corriendo una
máquina, una cruel broma. Pero resultó
verdad.
Y también resulto verdad, aunque
amarga, que una vez que comenzaron a
vivir en su nueva patria, a ambos los
mordió la añoranza. “No podía dejar de
pensar en mi familia. Y hasta en el perro de mi papá, yo, que no soporto los
perros”.
El esposo, que ella califica de muy hábil
para cualquier trabajo manual, tuvo dificultades por no hallar un empleo bien
remunerado. Su prioridad era comprar
herramientas para intentar emprender su
propio negocio. Pero resultaban demasiado caras. Así que ambos se fueron
frustrando hasta el punto de querer volver de visita a Cuba cuanto antes.
Sólo al cabo de tres años pudieron emprender el ansiado viaje. Marta me confiesa que, sin vergüenza alguna, en
cuanto llegó besó el suelo que acababa
de pisar. Se sentía libre de una larga
angustia, dispuesta a disfrutar la estancia de un mes. “Hasta pensamos quedarnos”, me dice y se ruboriza, pero las
cosas no fueron como imaginó.
Cuando se alojaron en casa de sus padres, aquello le resultó pequeño, sucio,
con muebles gastados o mal reparados.
No era lo que recordaba. Tampoco recordaba que el agua había que ahorrarla,
porque el acueducto suministra al barrio
unas 12 horas cada 48. Sus padres estaban mucho más viejos y pobres de lo
que esperaba. Y su hermana tenía un
novio viviendo con ella en el dormitorio
que había sido de ambas. La hermana
les cedió la habitación para dormir con
su pareja en el sofá de la sala.
Hubo apagones, pero ese no fue el problema. La dificultad insuperable comenzó a ser su propia familia y hasta la
poca parentela del esposo. Cuando se
reunían, que era algo constante, siempre
surgía la idea de ir a comprar esto o
aquello o de almorzar o comer en algún
restorán. Al principio ambos lo acepta-
ban, gustosos. Pero ya al tercer día se
percataron que les faltaba dinero del que
guardaban en las maletas para poder
arrostrar el mes de vacaciones. Las tensiones se elevaron cuando le expuso el
penoso asunto a la familia. Muy pronto,
toda la dificultad para vivir el diario se
les fue acumulando. Casi sin darse
cuenta, ambos llegaron a estar hartos,
otra vez, de Cuba, y deseosos de marcharse. Se les esfumó de la cabeza aquella idea de quedarse: “¡Hay que estar
loco!”.
El rumbo perdido
En los tiempos modernos sólo se conocen tres ejemplos de totalitarismo con
un modelo, muy próximo por la geografía, de sociedad completamente opuestos. Son los casos de las dos Alemanias,
ambas Coreas y el muy singular de Cuba y Miami.
Es bien conocido, hasta famoso, este
empalme forzoso de península-isla a
fuerza de un constante goteo, y a veces
chorros, de idiosincrasia y nación exiliada. Miami se ha transformado en una
Cuba, o mejor, en una Habana megalopólica, tal como indicaba el rumbo mimético que iba tomando la ciudad en los
años cincuenta, decididamente perfilada
con modas y normas de vida de una
creciente clase media con altos perfiles
de consumo netamente norteamericanos.
O sea que viajar, o quedarse en Miami
es como hacerlo al futuro que se nos
perdió en algún momento inicial de la
utopía inútil. La Ley de Ajuste Cubano
fue el bálsamo salvador. Permite que
esa Cuba desterrada por desobediente
fluya y conforme de manera constructiva todo ese caudal de creatividad que
pierde de la isla en el goteo, o chorro
invalorable.
Viajeros-comerciantes y la nueva barrera feudal
Al principio, Yusemis viajó varias veces
a Ecuador, aprovechando que no se requería visa para cubanos. Era una mula,
como se llama en jerga cubana a los
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