Identidades No 5, Abril, 2015 | Page 58

sábado por la tarde, en el horario que teníamos para descansar y lavar nuestras ropas. La mayoría no teníamos otra ropa para cambiar y nos preparábamos para tener la apariencia requerida ante nuestros padres y amigos de visita. A quienes éramos parte de familias de bajo ingreso se permitía adquirir ropa de trabajo y zapatos tenis, que luego usábamos para ir a la escuela (los tenis) o salir de casa (los pantalones). En realidad, la mayoría de los jóvenes tomaba aquella situación de vida con alegría. A veces disfrutábamos de la música, el baile y de uno que otro chiste en las noches de recreación. Siempre hubo gente necesitada y aunque los precios de los productos de primera necesidad eran más bajo que los actuales, gran parte del pueblo debía realizar grandes sacrificios para proveer a sus hijos los productos de aseo, ropas y alimentos que demandaba esas etapas. Para mí fue la oportunidad de contar con una toalla personal y dormir sola en una cama, si es que podemos llamarle así a las literas. En mi casa había sólo dos camas cameras y un sofá-cama para seis personas. A mí me tocaba dormir con mi papá y mi hermano más pequeño en una cama camera. Ya en el desarrollo dejé de dormir con ellos, porque daban patadas en sueño, y empecé a dormir sobre un aparador: un mueble de caoba grande utilizado para guardar la canasta familiar con alguna que otra cucaracha. Yo ponía una colcha y una sábana encima para convertirlo en camita personal. No he podido recordar en qué momento de nuestra vida familiar entró ese mueble al cuarto ni cuando salió, pero al cabo de unos años de uso fue sustituido por un aparador más pequeño, que adquirió la esposa de uno de mis hermanos. Por suerte para mí, cuando este cambio llegó, dos de mis hermanos habían salido de casa hacia distintas becas de estudio y otro estaba pasando el servicio militar obligatorio. Yo pasé enton- ces a compartir la cama camera con mi papá. Fuera del ámbito familiar éramos adolescentes y jóvenes de entre 12 y 17 años, lejos de la familia y sin recibir salario en la Escuela al Campo, porque nuestro pago sería el futuro mejor. Nadie podía faltar a la Escuela al Campo. Faltar ponía en peligro el futuro, por ejemplo: cortar el paso al preuniversitario, que era selectivo. El estudiante de secundaria debía cumplir distintos requisitos, desde el rendimiento académico hasta la integralidad, que incluía participar en las etapas de Escuela al Campo. Solo podían ausentarse quienes poseían certificado médico, que pasaba por la aprobación de una Comisión Médica encargada de determinar si la enfermedad limitaba la participación activa en el campo, ya sea en las labores agrícolas o de autoservicio en el campamento. Hubo estudiantes que se enfermaban en los campamentos y no querían regresar a su casa por temor a perder la constancia de permanencia en la etapa. Ya en pre-universitario, faltar a una de las etapas de escuela al campo, aun con justificación por la Comisión Médica, ponía en riesgo la opción de carrera universitaria. Una vez graduado teníamos que de estar disponibles para trabajar en cualquier lugar del país. Pertenezco a la generación de cubanos que tiene hoy entre 17 y 30 años. Crecimos dentro del llamado al futuro, para el cual supuestamente trabajamos. Hemos tenido también la experiencia de pasar por la enseñanza secundaria sin etapas de escuela al campo, pero en semi-internados de 7:30 am a 4:40 pm, con la única opción alimenticia de la merienda que puede traerse de la casa y la mal llamada Merienda Especial proporcionada por el Estado: un pan con queso o con croqueta o mortadela, y un vaso de 4 onzas de yogurt que dicen es de soya. 58