sábado por la tarde, en el horario que
teníamos para descansar y lavar nuestras ropas. La mayoría no teníamos otra
ropa para cambiar y nos preparábamos
para tener la apariencia requerida ante
nuestros padres y amigos de visita. A
quienes éramos parte de familias de
bajo ingreso se permitía adquirir ropa de
trabajo y zapatos tenis, que luego usábamos para ir a la escuela (los tenis) o
salir de casa (los pantalones).
En realidad, la mayoría de los jóvenes
tomaba aquella situación de vida con
alegría. A veces disfrutábamos de la
música, el baile y de uno que otro chiste
en las noches de recreación. Siempre
hubo gente necesitada y aunque los precios de los productos de primera necesidad eran más bajo que los actuales, gran
parte del pueblo debía realizar grandes
sacrificios para proveer a sus hijos los
productos de aseo, ropas y alimentos
que demandaba esas etapas.
Para mí fue la oportunidad de contar
con una toalla personal y dormir sola en
una cama, si es que podemos llamarle
así a las literas. En mi casa había sólo
dos camas cameras y un sofá-cama para
seis personas. A mí me tocaba dormir
con mi papá y mi hermano más pequeño
en una cama camera. Ya en el desarrollo
dejé de dormir con ellos, porque daban
patadas en sueño, y empecé a dormir
sobre un aparador: un mueble de caoba
grande utilizado para guardar la canasta
familiar con alguna que otra cucaracha.
Yo ponía una colcha y una sábana encima para convertirlo en camita personal. No he podido recordar en qué momento de nuestra vida familiar entró ese
mueble al cuarto ni cuando salió, pero al
cabo de unos años de uso fue sustituido
por un aparador más pequeño, que adquirió la esposa de uno de mis hermanos. Por suerte para mí, cuando este
cambio llegó, dos de mis hermanos habían salido de casa hacia distintas becas
de estudio y otro estaba pasando el servicio militar obligatorio. Yo pasé enton-
ces a compartir la cama camera con mi
papá.
Fuera del ámbito familiar éramos adolescentes y jóvenes de entre 12 y 17
años, lejos de la familia y sin recibir
salario en la Escuela al Campo, porque
nuestro pago sería el futuro mejor. Nadie podía faltar a la Escuela al Campo.
Faltar ponía en peligro el futuro, por
ejemplo: cortar el paso al preuniversitario, que era selectivo. El estudiante de secundaria debía cumplir distintos requisitos, desde el rendimiento
académico hasta la integralidad, que
incluía participar en las etapas de Escuela al Campo. Solo podían ausentarse
quienes poseían certificado médico, que
pasaba por la aprobación de una Comisión Médica encargada de determinar si
la enfermedad limitaba la participación
activa en el campo, ya sea en las labores
agrícolas o de autoservicio en el campamento. Hubo estudiantes que se enfermaban en los campamentos y no querían regresar a su casa por temor a perder la constancia de permanencia en la
etapa.
Ya en pre-universitario, faltar a una de
las etapas de escuela al campo, aun con
justificación por la Comisión Médica,
ponía en riesgo la opción de carrera
universitaria. Una vez graduado teníamos que de estar disponibles para trabajar en cualquier lugar del país.
Pertenezco a la generación de cubanos
que tiene hoy entre 17 y 30 años. Crecimos dentro del llamado al futuro, para
el cual supuestamente trabajamos. Hemos tenido también la experiencia de
pasar por la enseñanza secundaria sin
etapas de escuela al campo, pero en
semi-internados de 7:30 am a 4:40 pm,
con la única opción alimenticia de la
merienda que puede traerse de la casa y
la mal llamada Merienda Especial proporcionada por el Estado: un pan con
queso o con croqueta o mortadela, y un
vaso de 4 onzas de yogurt que dicen es
de soya.
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