el afrodescendiente, nunca será reconocido ni valorado como ciudadano de
primera categoría.
Detrás del discurso igualitarista y
emancipatorio de la revolución se esconde una realidad bien diferente. Desde los inicios mismos el alto liderazgo
dio por eliminado el racismo y suprimió
totalmente el debate sobre el tema. Por
primera vez en la historia de Cuba, los
afrodescendientes perdimos la voz en
los espacios cívicos, jurídicos y mediáticos. Durante décadas hablar de racismo era mellar la unidad nacional y revolucionaria. Los afrodescendientes
somos invisibles en las imágenes públicas, en la propaganda comercial y corporativa. Después de medio siglo de
revolución, en el imaginario social solo
somos víctimas, culpables o beneficiarios del paternalismo colonialista, que
nos convierte en objeto de manipulación
y permanente menosprecio.
Con la revolución fueron eliminados los
espacios e instituciones cívicos de los
afrodescendientes cubanos. Las sociedades fraternales, culturales y de recreo,
que desde el siglo pasado habían sido
plataforma para el mejoramiento social
y las luchas emancipadoras de los afrodescendientes, se convirtieron en historia pasada. Los cubanos negros y mestizos fuimos convertidos en objeto inerme de un poder que, evidentemente, nos
menosprecia. Los descendientes de españoles, chinos, árabes y hebreos conservan sus asociaciones fraternales. Sólo los descendientes de africanos fuimos
privados de ellas.
En los umbrales de la revolución, prestigiosos líderes y pensadores antirracistas y desde posiciones francamente izquierdistas, como Juan Rene Betancourt, Walterio Carbonell y Carlos
Moore, indicaron al alto liderazgo que
el camino de la igualdad, la justicia y el
equilibrio social pasaban por la activación de mecanismos efectivos de empoderamiento cívico y económico de las
grandes masas de afrodescendientes,
históricamente desposeídos y excluidos.
La historia demostró que esa era la única vía de evitar las enormes fracturas y
desajustes sociales que hoy sufrimos.
Estos destacados intelectuales antirracistas fueron víctimas de toda suerte de
persecuciones, ostracismo y destierro.
Definitivamente la revolución no fue la
solución para el conflicto que ha marcado toda nuestra historia. La represión
racista del alto liderazgo tocó por igual
a importantes líderes sindicalistas afrodescendientes, a los integrantes de solidos proyectos culturales como la casa
editorial El Puente, a ese grupo de jóvenes diplomáticos que, en los años sesenta y setenta, manifestaron inquietudes y
preocupaciones al apreciar el divorcio
entre el discurso oficial y la realidad
social.
Mientras el mundo asumía a Cuba como
la perfecta democracia racial, el gobierno legisló, como consecuencia de
Congreso de Educación y Cultura
(1971), contra la manifestación y difusión de los valores culturales de origen
africano. Se han construido dos catedrales ortodoxas en zona de mayoritaria
población afrodescendiente, mientras se
prohíben templos de las religiones de
origen africano. Resulta bien ilustrativo
que en las dos visitas papales ni la jerarquía católica ni las autoridades gubernamentales propiciaron el encuentro
con los representantes de las religiones
de origen africano con incidencia mayoritaria en la población cubana.
Los gobernantes nunca impulsaron mecanismos de empoderamiento que atenuaran las desventajas históricas en el
plano socioeconómico que arrastraban
los afrodescendientes. Al sobrevenir la
crisis generalizada del modelo en los
años noventa, esas desventajas se hicieron más graves y evidentes.
La dolarización de la sociedad en la
primera mitad de los años noventa convirtió en estructural esa desventaja históricamente acumulada. El acceso a las
divisas se convirtió en fuente y patrón
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