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Actualmente hay 2.4 millones de cubanos dentro de la Isla mayores de 60 años de edad. Más de la mitad deben ser descendientes de esclavos africanos. Es fácil calcularlo a tiro de ojo, pero imposible saberlo con exactitud. Las estadísticas oficiales no lo reflejan, de la misma manera que no recogen casi ningún otro dato sobre la incidencia numérica o el estatus y distribución de negros y mestizos en la demografía nacional. Los pocos estudios de especialistas al servicio de instituciones gubernamentales han tenido lugar en los últimos años, con un apuro realmente sospechoso, luego de más de medio siglo de postergación. Aun así, los resultados no están disponibles para la investigación independiente. Pongo por caso el libro La población cubana por color de la piel (Oficina Nacional de Estadísticas e Información, 2012), que se encuentra en la Biblioteca Nacional José Martí, pero para consultas en la sala de lectura. De todos modos, es poco probable que incluso los privilegiados con acceso al fruto de tales investigaciones lleguen a conocer con exactitud qué porción de esos 2.4 millones de viejos cubanos alinean en la categoría de menesterosos desprotegidos, con la calle como único alojamiento y el cielo o los portales como únicos techos. Mucho menos podrían revelar esos estudios la cifra exacta de ancianos negros y mestizos en el grupo. Aun cuando este dato haya sido computado —algo que descarto— de seguro no se podría saber a cuánto asciende, entre esos negros y mestizos, el número de quienes viven por debajo de la extrema pobreza. Según el renombrado economista cubano Carmelo Mesa-Lagos, en la Isla hay 1.8 millones de ancianos jubilados, los cuales reciben el equivalente de 10 dólares al mes como promedio. Basta una somera idea de lo que es posible comprar con ese dinero para comprender que alcanza para comer siquiera una sola vez al día durante la mitad del mes. No en balde se les ve, por cientos de miles, deambulando o tirados en el suelo de los emplazamientos públicos más concurridos, a la espera de lo que caiga. Muchos son vagabundos y otros van de limosneros con empleo fijo, pero no porque alguien los haya empleado. Ellos solos se inventaron el empleo, ante el imperativo de sobrevivir: vendedores callejeros de cigarros al menudeo o de turnos en las colas, revendedores de periódicos o de bolsas de nylon en las afueras de los mercados de productos agropecuarios, subastadores de sus propias cuotas racionadas de café o arroz o jabón o pasta dental, buceadores en los tanques de desperdicios en busca de sancocho para alimentar puercos o de latas de refrescos y cerveza para venderlas como materia prima, rematadores de ropas viejas o de piezas para plomería y otros usos rescatadas todas de los basureros… 13