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Identidad y cultura
Cuba-USA: cómo se
derrumbó el muro
Verónica Vega
Escritora
La Habana, Cuba
E
l chiste gráfico que circuló a
propósito del acontecimiento
anunciado el 17 de diciembre de
2014: el restablecimiento de relaciones
diplomáticas entre Cuba y EE. UU. luego
de más de medio siglo, protagonista de
mefíticas consignas y vallas, resume en
una imagen contundente la resistencia de
la fe de todo un pueblo no solo en sus
santos, sino también en su pasado. Las
primeras generaciones de la revolución
crecimos en medio de carestías y sistemas
de racionamiento, tiendas vacías y
cuentos sobre el esplendor de una Habana
donde aún quedaban su soberbia
arquitectura, carteles lumínicos o revistas
Reader's Digest, como vestigios de un
mundo al parecer borrado de unos
cuantos cartuchazos por un grupo de
mesiánicos barbudos. Un amigo caminaba
con su padre por el Parque Central y se
detuvo paralizado, cómo si hubiera
recibido un golpe en el pecho. Al
preguntarle qué pasaba, dijo: “Es que
acabo de recordar cómo era todo esto
antes” [de 1959].
En la escuela nos hacían repetir: “Cuba sí,
yanquis no”, convencidos de que toda
privación y disfunción eran consecuencia
del bloqueo impuesto por el despiadado
monstruo al que Martí le conoció tan bien
las entrañas. No importaba si cada vez
más gente arriesgaba su vida en balsas
frágiles para llegar a ese monstruo,
incluso nuestros propios amigos o
familiares. Así como desaparecieron los
anuncios de neón (prototipos de una
rutilancia perniciosa), en la televisión
fueron silenciosamente sustituidos los
animados de Betty Boop, El Pájaro Loco,
Popeye y otros por audiovisuales
soviéticos; las películas norteamericanas,
por cintas rusas, checas, húngaras,
alemanas… Aunque en el cine tuvimos el
privilegio de ver obras excelentes, el
cubano tragó sin digerir la cultura
impuesta, desahogándose como siempre
con chistes, como aquel del célebre
humorista Enrique Arredondo por el cual
fue sancionado: “Si te portas mal, ¡te
pongo a ver los muñequitos rusos!” El
clímax del extremismo fue reemplazar en
el
programa
de
inglés,
idioma
internacional, por un ruso que nunca
germinó y menos logró arraigar. Todo
esto en una sociedad donde se decía
“pullover” por “camiseta” y “frigidaire”
en lugar de “nevera”. Muchos teníamos
media familia del otro lado, esperábamos
con avidez cartas, fotos del país prohibido
y hasta tabletas de chicle que se derretían
en el trayecto aéreo manchando los
sobres. Oíamos a los más viejos decir con
nostalgia: “Antes podías ir a Miami a
almorzar en un restaurante, y volver en el
mismo día”. Ese mismo Miami que
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