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malestar. Quiero agradecerle al poder superior, cualquiera que fuere, ofrecerme la oportunidad de encontrar el antirracismo. Me atemoriza la posibilidad de vivir sin poder escoger el antirracismo en este momento del “reloj mundial”, como dijera Grace Lee Boggs, activista bloguera y líder comunitaria de Detroit que acaba de fallecer a los 100 años. Yo, personalmente, me topo con mucha gente blanca de intenciones ambiguas que me alertan sobre asuntos relevantes al racismo. Usan mucho lenguaje codificado: urban (urbano), thug (matón), criminal (delincuente), inner-city (cinturón de pobreza), welfare mother (madre pobre que recibe asistencia pública), bad element (elemento malo), wrong kind of people (gente de conducta indeseable)… Son adjetivos y sustantivos que usan mis padres, otros parientes, ex amigos y colegas, prestadores de servicios médicos y gente con la cual me topo cuando quieren empezar a hablar sobre casi cualquier cosa: la educación pública, la violencia, el sistema de salud y hasta de la campaña presidencial. Cuando tenía 25 años fui inesperadamente atacada y asaltada por un agresor desconocido en el exterior de un club musical, ya tarde en la noche de viernes. La policía respondió a lo que se asumía como atraco aleatorio, pero que rápidamente devino en caos al comenzar uno de los enmascarados a dar culatazos con su pistola. Me pegó en la cabeza decenas de veces. Estaba aturdida y anonadada, casi paralizada, pero conseguí huir y dar la vuelta a la esquina para tomar un respiro. Sin embargo, el asaltante me siguió por toda la cuadra y me pegó varias veces más. Pude sentir a esta persona joven y su rabia, y permanecí de pie, estupefacta y sin poder moverme. Alguien llamó a la policía y a una ambulancia; salió una muchedumbre del club para verme, recostada de una pared, mirando hacia abajo, con la sangre que me goteaba mientras trataba de comprender qué había pasado. Tardaría meses y años en comprenderlo. Por suerte no sufrí factura del cráneo, pero sí me estaba sangrando la cabeza y me habían sacudido los sesos. Aquello tenía muchos nombres: lesión craneal cerrada, conmoción cerebral, lesión cerebral adquirida, lesión cerebral traumática… “Por suerte no fue peor”. Me trataron el cuero cabelludo, porque estaba sangrando, me dieron puntos en dos lugares y me dieron de alta esa misma noche. No me sentía preparada para comunicarme con el detective y le pasé el teléfono a mi novio. Según el detective tenían algunos sospechosos y el incidente parecía loco y aleatorio, aunque probablemente tuviera que ver con que era una mujer blanca. El detective asignó importancia tanto al sexo y raza de mi asaltante como de mí, la víctima. De ahí la cosa fue de mal en peor. Volví al trabajo y mi jefe me dijo que debía alejarme de ese barrio. Otros hacían eco; algunos se atrevieron a preguntarme que para qué iba a East Liberty con ánimo de divertirme por la noche. East Liberty es un barrio negro del este de Pittsburgh, que data desde que se desarrolló y arraigó la población negra en comunidades por toda la cuidad. Según mi limitado conocimiento histórico, después de la Segunda Guerra Mundial sobrevino la Gran Migración. La gente negra salió del Sur hacia los centros metropolitanos y las ciudades industriales del Norte y del Oeste para escapar de la tortura racista y el sistemático maltrato a manos de gente blanca, así como de las instituciones y la propia ley. También fue época de White Flight (huida de blancos) hacia los suburbios, por lo cual se creó una perene situación de barrios segregados, no necesariamente por ley, como en el pasado, sino por la conducta basada en las 64