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Lo que podría ser pintoresco y muy corriente en otras ciudades del tercer mundo, merece allí la calificación de extraordinario y hasta mágico. Es posible (o tal vez era hasta ayer) comprar allí cualquier cosa, desde un alfiler hasta un equipo electrónico de última generación, desde cabillas para la construcción (en constante déficit para el público) hasta ropas y perfumes de marca mundial. Además, mucho más barato que en el resto de los mercados, incluso estatales. Los precios de toda su mercancía, sin excepción, resultan significativamente más asequibles, mientras la calidad es superior a ojos vista. Es algo que parece obedecer a un milagro de inextricable gestión, pero sea como fuere, demuestra que las tiendas del régimen no venden todo lo barato que podrían sin dejar de ganar. Por supuesto que (como ya fue dicho) la mayoría de los comerciantes de La Cuevita actúan al margen de la ley. La acción represora de las autoridades no ha dejado alternativa, a tal punto que no podrían ser eficientes ateniéndose a la legalidad. Únicamente los hacedores de las leyes cubanas (basadas en la ley del embudo) pueden cumplirlas, porque no fue legislada para ellos, por más que se proyecten como campeones violadores de las normas de la razón y la justicia. Y esa caterva ilegítima se encarga precisamente de mantener aquí, contra viento y marea, un rígido sistema de represión pública, que se basa, sobre todo, en el asentamiento del miedo como contención ante cualquier asomo de protesta o desacuerdo. Lo que en principio prometía ser una revolución para el beneficio de las clases marginadas, fue derivando durante cinco décadas hacia un sistema dictatorial con una clase élite inamovible en el poder, privilegiada, fundamentalmente 14