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pudo por transformar esencialmente el vergonzoso legado del esclavismo. No es que en los últimos decenios los cubanos descendientes de esclavos no hayan dado pasos de avance en materia de reivindicaciones sociales, pero verdaderamente apena y desconcierta comparar los resultados de hoy con los enormes logros que hubiese podido propiciarles en tanto tiempo una administración tan estable e inamovible y con potestades tan excepcionales. Cierto es que últimamente parece que, en la búsqueda de remedios a la precipitada, ha estado publicando libros, permitido estudios y patrocinado o apoyado publicaciones periódicas — bajo control y en espacios especializados— sobre temas que por décadas permanecieron encerrados con siete llaves. Al mismo tiempo, parece haber dispuesto una revaluación de las limitaciones o de la abierta censura que pesara largo y tendido sobre manifestaciones religiosas con origen afro. También tiene lugar hoy un repaso de la historia para reivindicar asuntos, acontecimientos y figuras relegados por los historiadores y por el sistema de enseñanza pública. Además, se abren espacios para organizaciones de la sociedad civil con énfasis especial en la historia y los intereses de los descendientes de esclavos, elemento básico de la nacionalidad cubana que nunca antes recibió la atención que requiere.Todo se impulsa a la vez y con muy notable apuro, todo a partir de la égida o de la férrea supervisión del gobierno, todo dentro de los límites que éste impone. Y desde luego que, a pesar de sus poquedades, hay que agradecer la buena nueva. Lo que contraría, por ser vergonzantemente revelador, es que todo se ha hecho en un brevísimo lapso de tiempo, comparado con las muchas décadas que dejó pasar el gobierno sin intentarlo siquiera. Ahora se lleva a cabo en medio de una crisis económica sin precedentes y si los miramos con un mínimo de rigor, los atenuantes que está facilitando el gobierno para su defensa por los antirracistas de izquierda no sólo son agravantes en buena ley, sino que lejos de constituir una ayuda para sus defensores, los sitúa en la embarazosa disyuntiva de intentar validar en teoría aquello que desmiente la práctica cotidiana. El examen a fondo de contradicciones como estas no conviene al gobierno. Y es por ello que incurre en la mediatización del debate antirracista, frenando a sus activistas más leales, condenando a quienes se arriesgan a salir del redil y atizando indolentemente el resquemor de unos contra otros. La prensa y la historiografía oficiales, así como los estudiosos, académ