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niños negros en cualquier barrio
marginal de La Habana.
No es atinado combatir el prejuicio
desde el prejuicio. Trascender el gueto
con mentalidad de gueto no debe
conducirnos mucho más allá del
despropósito. Y ese es otro de los serios
problemas que enfrenta hoy la lucha
contra las discriminaciones en general,
pero muy particularmente de carácter
racial. Los antirracistas cubanos que
actúan al margen o en contra del
gobierno se han visto obligados a
desarrollar
su
activismo
en
circunstancias particularmente difíciles
y muy hostiles. Por un lado, deben
enfrentar más de medio siglo de
discursos y políticas oficiales que,
aunque
nunca
profundizaron
suficientemente en las esencias del
racismo ni exploraron soluciones
radicales, supieron promocionarse ante
la opinión pública como vehículos de
una
revolución
auténticamente
antirracista. Por otro lado, deben llevar
a cabo su activismo bajo permanente
acoso de las fuerzas represivas del
gobierno y a contracorriente de su muy
efectivo aparato de propaganda,
todopoderoso dentro y eficientemente
articulado en el extranjero. Perseguidos,
silenciados y calumniados sin derecho
ni espacio para la réplica, estos
activistas han protagonizado una gesta
de especial relevancia para la historia
contemporánea de Cuba. Sin embargo,
es demasiado poco lo que se conoce
sobre su lucha, no sólo en el exterior
sino (y esto es lo peor) dentro.
La estela de abusos, intolerancia,
injusticias, difamaciones, maltratos
físicos y psicológicos, cárcel y
marginación social que han sufrido los
activistas cubanos del antirracismo
opuestos a la política del gobierno,
es algo que por sí solo bastaría para
dudar de la transparencia del discurso
oficial. La represión policial contra
eventos e iniciativas antirracistas de
carácter pacífico y con proyección
incluyente, conforma otro largo capítulo
de esta historia que, a fuerza de ser
inaudita, debe resultar de muy difícil
comprensión para quienes no han
explorado a fondo la realidad cubana
del presente. Luego de haber
desperdiciado la mejor coyuntura y las
más idóneas condiciones materiales con
que se han contado a lo largo de toda
nuestra
historia
para
enfrentar
radicalmente la miseria económica y la
postergación social que sufren desde
hace siglos los cubanos negros, el
gobierno parece resuelto a seguir
incurriendo en una de sus viejas
aberraciones:
la
poses ión
monopolizadora
del
discurso
antirracista. Todo lo que se diga o se
haga dentro en materia antirracista debe
contar a priori con la bendición oficial.
No importa cuán legítimos sean sus
fundamentos
y
cuán
bien
intencionadamente se promuevan. Basta
que contravengan en algún detalle —o
en alguna que otra expresión— lo que
quiere escuchar el gobierno, para que
sean sentenciados como actitud
revisionista y aun contrarrevolucionaria,
cuando no cómplice o mercenaria al
servicio del enemigo extranjero.
Se trata de una rémora con que venimos
lidiando desde los primeros tiempos de
la revolución, tanto en los aspectos
políticos como socio-económicos, y que
ha constituido factor de peso
determinante en el agravamiento de la
crisis que hoy padecemos, en sentido
general, y que particularmente afecta a
los afrodescendientes.
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