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trasbordadores de mercancía en maletas.
Primero traía pacotilla de Ecuador, que
no exige visa de entrada. Todo lo transportado, a veces una vez a la semana, lo
revendía a los vendedores del mercado
negro. Era un vira y bota sin descanso.
Luego surgió lo de su ascendencia española. Tenía todos los papeles que lo
probaban, pues por suerte su abuelo
nunca botó ninguno. Aprovechó la nueva ley española y se hizo ciudadana de
la Comunidad Económica Europea.
Nunca fue a España, pero ya con ese
pasaporte, y a través de un viaje que
hizo escala en Nassau, Bahamas, visitó
Miami “a ver qué se pegaba”. No se
acogió a la Ley de Ajuste Cubano. No
quería quedarse, aunque vio a muchos,
al chequear la entrada en ese país, entregar su pasaporte cubano a un agente
de emigración y solicitar refugio. Lo
suyo era distinto, el negocio, volver a
Cuba con mercancía americana a mejor
precio y venderla a sus compradores
usuales.
Y así lo hizo buen tiempo. Pero llegó el
momento en las autoridades se pusieron
a limitar las cantidades que se podían
introducir al país y a cobrar de nuevo, y
exageradamente, el arancel aduanero en
CUC sobre lo poco que permitían entrar.
Yusemis no piensa en términos políticos. Eso no le interesa, pero se enerva
con esta práctica obsesiva de cerrar a cal
y canto, que constantemente se renueva
con mayores restricciones. Le recuerda
la pesada Historia que daban en la escuela sobre el feudalismo. Si en la
aduana lo hiciera para proteger la producción local, lo entendería un poco,
pero es que en Cuba se produce cada
vez menos de cualquier cosa. “Entonces, ¿por qué prohíben que uno traiga lo
que no hay?”
Así y todo siguió en lo mismo, porque
en el país, como no hay nada, todo se
vende siempre. Al final ya se estaba
sintiendo cada vez más fuera de lugar
en Cuba que en Miami. Le molestaba la
atmósfera cerrada, la sospecha que
siempre hay en el ambiente entre sus
amistades. Llegó a sentir diferencias en
los olores, sin que nunca se hubiera percatado de cosas así antes. Y finalmente,
le dijo a tía con la que vivía que ya no
iba a volver. Que no se preocupara, que
le dejaba dinero y que ya le mandaría
más.
“Y en el último vuelo que tomé por
Gran Caimán, porque los negros de
Bahamas te maltratan mucho en la escala, me quedé en Miami. Y ahora estoy
aquí. No ha pasado el año, es que ni
siquiera cuatro meses desde que me
quedé. Pero uno se escapa. Uno aprende
a escaparse siempre, primero de esta
gente y luego de los americanos. Es
saber nadar y guardar la ropa. No podía
estar más tiempo sin venir. Uno extraña
mucho esto. Es una mierda y todo, pero
uno lo extraña”.
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