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sus heridas, el dolor puede ser aún más
inmenso.
Ellos son visibles en cada uno de los
surcos de esta Habana que todos los
días respiramos. Estas imágenes que
vemos a diario no mienten; debajo de
cada una hay pliegues de dolor; son
parte de una legión de cubanos invisibles, anclados en la nada cotidiana como parte de la historia social de una
ciudad habitada por un paisaje íntimamente feroz.
Estamos ante una ciudad que a muchos
nos ha tocado vivir sin protesta ni elección posibles.
También La Habana son los cuerpos y
para muchos habaneros, como el escritor Abilio Estévez,
la felicidad del mestizaje reina aquí,
aunque mucha de nuestras vidas puedan
estar ancladas en Barcelona, Nueva
York, Miami o El Cairo.
Es la ciudad cansada que flota sobre sus
ruinas y su arquitectura corporal, siempre expuesta a la vejez, es la pasarela
donde el ciudadano se interpreta a sí
mismo. Ciudad sacudida por el tiempo,
que juguetea en las costuras de sus
enormes cicatrices, muy bien acomodada en su miseria y en las causas difíciles.
Codificada y marcada por sus visibles
fronteras raciales y sociales, donde
desean rugir los laberintos de barrios
anónimos como soporte de lo invisible.
Como reza una canción del trovador
Frank Delgado, La Habana está de bala; sus fachadas son reflejo de la tristeza
y el dolor, siempre amenazada en ser
desvanecida entre diversas geografías
ante la irritación de su membrana migratoria.
Esta realidad son las venas abiertas de
una ciudad que también está visible en
muchos lugares de nuestra geografía
insular. La movilidad social es limitada
y la intergeneracional también, ya que
no hay políticas públicas para estimular
la capacidad de romper con las trampas
de la pobreza y sus círculos viciosos.
Las comunidades y los cuerpos son un
serio indicador del deterioro de nuestro
cuerpo social. Mientras tanto, la indiferencia es un crimen.
La Habana Sur
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