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El caos monetario y su efecto social Armando Soler Hernández Periodista La Habana, Cuba E l anuncio de una próxima unificación monetaria ha creado inquietud en esta economía de la precariedad que es la cubana. Ante ese súbito trompetazo desde palacio, en la población emerge la contradicción. Por un lado está el deseo de que la moneda corriente tenga un uso generalizado para todos en la oferta y la demanda, ahora en buena medida excluida de las mercancías y servicios más valiosos del mercado nacional por el Peso Cubano Convertible (CUC), que pocos obtienen de su trabajo con el Estado.1 Por otro lado emerge el temor a una desconocida variante de las acostumbradas encerronas y emboscadas que el poder reinante aplica como sinónimo de gobernar. De acuerdo con la traumática huella de otras iniciativas del Estado en la práctica económica, es prudente sospechar que esa agenda de reordenamiento financiero no encare soluciones realistas para el hasta ahora insalvable obstáculo de la baja productividad y la inflación rampante. Sobre todo por este último alarmante índice en una economía que hace aguas, que nunca se aborda en las magnas reuniones o medios de información nacionales. Con esos precedentes, no se puede pensar que vaya a emprenderse un proceso racional y equitativo de unificación monetaria para evitar mayores sufrimientos a una población ya asolada y empobrecida por imperiosas políticas de ordeno y mando. Hay aspectos formales que se alzan en el camino de ese tan postergado empeño de reordenamiento financiero. El primero de los mayores obstáculos para salir del atasco económico es la negativa absoluta en los órganos gobernantes a poner una seria dieta a la pesada estructura monopólica del Estado. Se consolidó con la conclusión del VI Congreso del Partido Comu- nista, donde se confirmó que el Estado continuará parapetado tras ese engendro ineficiente y arbitrario denominado planificación centralizada, que anda rechinando ruedas sobre la oferta y la demanda nacionales. Hay que tener bien presente que, gracias a este atroz aparato de control y fiel a los niveles aberrantes de su propia lógica interna, el Estado cubano tiene carta abierta para dilapidar enormes cantidades de dinero y recursos del erario público en la paradoja de una agónica lucha por mantener deprimidos los ya bajos niveles de consumo del pueblo. El principal objetivo permanente de la clase gobernante es el control férreo de la sociedad. Y mediante la consolidación y uso renovado de ese romo instrumento organizativo de la economía centralizada, y por ende de las posibilidades de desarrollo real de la sociedad, se intenta impedir precisamente este desarrollo para fueros que no sean de los pastos estatales. La reciente demostración de tal práctica es la flamante Ley de Inversión Extranjera. Cualquiera que no conozca el país, pensaría que la calificación de extranjera deja por sentado que hay otra ley para la inversión nacional. Pero de creerlo así, sería víctima intelectual de un cattivo pensiero. Hay una sola ley para tales menesteres, y es esta, con un apellido que sobraría en cualquier país realmente soberano. El Estado cubano es adicto al apotegma maoísta “Los pueblos que dejan de ser pobres, dejan de ser revolucionarios”, cínico dicterio filosófico de totalitarismo a pulso. Con esta ley se reafirma su pretensión de mantener a la población cubana domeñable en la pobreza. Entonces el sofisma oficial de producir más con menos adquiere para el perspicaz tintes siniestros, sobre todo porque ni siquiera el tan profundamente equivocado santón de la teoría económica sustentadora del estatismo, John. M. Keynes, hubiera pretendido que se 45