Las palabras ya no salen
de mí. Distingo el sonido
metálico inconfundible
que golpea rápidamente.
–¡Aisa!
Su tijera fría alcanza mi
piel, miro su rostro
contraído con un gesto
de disgusto. Cierro los
ojos, espero con gusto su
corte, pero no llega. En
cambio, siento un beso
tibio sobre la lágrima que
escurre en mi mejilla.
Escucho barullos, gritos,
sonidos de sirenas,
golpes de camillas,
crujidos de metal sobre
los escalones. Despierto,
una desesperante
sensación de inmovilidad
me atraviesa. Apenas
a l c a n z o e l ro s t ro d e
Luciano con los dedos,
porque se lo llevan
escoltado en otra camilla
en dirección opuesta a la
que me llevan a mí. Me
doy cuenta de que mira al
infinito, habla de una
esperanzadora agonía y,
al escucharlo, mi alma se
llena de pesadez y
escalofrío. ¡Cristina!
Agradecida, miro a Aisa
retirarse en silencio con el
rostro sereno.