pelea, en hastío, en amargura al
despertar. Todo lo que era bello ahora
es defecto: el aplauso de gracia se
convirtió en reclamo, en gritos, en
bramidos con la peor de las ofensas.
Después de él llegaron dos pequeños
más, idénticos entre ellos. Parecían
cortados con la misma tijera: la
hermosa piel de durazno, los ojos azul
claro, iguales a los de mi padre, al que
nunca conocí.
O eso decía su madre: era sólo una
coincidencia que se parecieran a los
ojos de mi jefe. “Es un color muy
común”, insistía ella cuando alguien
hacía un comentario.
El recuerdo de la infancia siempre es
grato. La sonrisa que lo acompaña es
buena compañera: momentos con los
hermanos, los primos, los amigos; la
escuela, los juegos de niño, el parque;
recibir sólo buenas noticias, a excepción
de un viernes lleno de tarea, condena y
castigo de fin de semana, y la amargura
de los maestros, que yo creía un arma
para que mi madre me mantuviera
quieto en un rincón de la casa. Tenía
que hacer la tarea como condición para
salir a divertirme, pero me confortaba
que seguramente ya habría a quien
copiar el lunes temprano. Hasta esos
castigos son alegrías hoy: pretextos para
recordar momentos con las personas
que quieres, que se van quedando en el
camino, como si te soltaran la mano
para que construyeras tu propio
destino: un futuro que toma forma de
familia. Un futuro que, sin asimilar
todavía el primer hijo, te da otros dos
pequeños que estiran su mano para
tomarte desprevenido. Y, antes de que
te des cuenta, ya te robaron la vida.