Idea Escrita Arte Plástico | Page 65

pelea, en hastío, en amargura al despertar. Todo lo que era bello ahora es defecto: el aplauso de gracia se convirtió en reclamo, en gritos, en bramidos con la peor de las ofensas. Después de él llegaron dos pequeños más, idénticos entre ellos. Parecían cortados con la misma tijera: la hermosa piel de durazno, los ojos azul claro, iguales a los de mi padre, al que nunca conocí. O eso decía su madre: era sólo una coincidencia que se parecieran a los ojos de mi jefe. “Es un color muy común”, insistía ella cuando alguien hacía un comentario. El recuerdo de la infancia siempre es grato. La sonrisa que lo acompaña es buena compañera: momentos con los hermanos, los primos, los amigos; la escuela, los juegos de niño, el parque; recibir sólo buenas noticias, a excepción de un viernes lleno de tarea, condena y castigo de fin de semana, y la amargura de los maestros, que yo creía un arma para que mi madre me mantuviera quieto en un rincón de la casa. Tenía que hacer la tarea como condición para salir a divertirme, pero me confortaba que seguramente ya habría a quien copiar el lunes temprano. Hasta esos castigos son alegrías hoy: pretextos para recordar momentos con las personas que quieres, que se van quedando en el camino, como si te soltaran la mano para que construyeras tu propio destino: un futuro que toma forma de familia. Un futuro que, sin asimilar todavía el primer hijo, te da otros dos pequeños que estiran su mano para tomarte desprevenido. Y, antes de que te des cuenta, ya te robaron la vida.