CAPITULO IX
LLEGAN LAS BENDICIONES
Con el paso de los meses, llega la primera
bendición. Estoy corriendo, con el alma en
un hilo, entre gritos y barullos. “¡La fuente,
la fuente!”, gritan las damas de blanco que
se llevan a mi Dulcinea, entre jadeos y
suspiros, para treparla al corcel helado de
fierro. Las piernas se me doblan entre
rebotes, jalones, llanto, angustia y
temblores. Mis manos se quedan sin fuerza.
El mundo gira más rápido. Mi cuerpo quiere
desfallecer, no se da cuenta de que la panza
la ha cargado ella: nueve meses de pesadez,
desvelo, sufrimiento, náusea y antojos de
media noche que hay que cumplir sin
chistar.
¡Pero por fin llega el día añorado! Camino
por los surcos del suelo, creados por los que
estuvieron antes que yo en esta sala. El
azulejo aquí alguna vez fue blanco, ahora
sólo asoma el cemento gris. De pronto
alcanzo a ver una sombra en la oscuridad,
parece mi jefe, pero no hago caso, estoy
esperando al crío que Dios nos manda. El
niño que debo cuidar en su lugar.
Y llega el heredero, acompañado de llanto y
risas hermosas. ¡Mi primogénito! Y, con él,
los primeros reclamos, impulsados por el
cansancio y la necesidad de crecer, de crear.
Ahora sólo existe ese pequeño diablillo
recién nacido. Debo trabajar hasta tarde
para proveer lo mejor a los tres, los cuatro,
¡los que sean! Tengo la mejor de las
intenciones, que se ciega por el cansancio y
las primeras peleas. Por “la falta de apoyo”
que se me reclama en la crianza y los
cuidados del pequeño. Por creer que, entre
más trabaje, más dinero entrará por la
puerta, sin tomar en cuenta que el amor y
las ilusiones salen por la ventana sin avisar;
aunque dudo que para ella siquiera hayan
existido El cansancio y los rencores hacen de
las suyas: salen a borbollones palabras
duras, gritos que suben de intensidad, la
guerra sin tregua día tras día, semana tras
semana. El amor se convierte en