Lástima que Henry haya sido bueno conmigo, lástima que sea buena persona. Está tomando conciencia
del sutil cambio que está teniendo lugar en mí. Sí, dice, quizás a primera vista parezco inmadura, pero
cuando estoy desnuda y en la cama soy toda una mujer.
El otro día Joaquín descendió a la planta baja inesperadamente y entró al salón a preguntarme una tontería. Henry y yo acabábamos de besarnos. A Henry se le notaba en la cara y se sintió avergonzado. Yo no
me inquieté ni avergoncé, me molestó la intrusión y le dije a Henry: «Le está bien por entrar cuando no
debe.»
Si Henry se da cuenta de que me estoy volviendo desvergonzada, fuerte, segura de mis actos, y que me
niego a dejarme impresionar por los demás, si se da cuenta de cuál es el verdadero curso de mi vida actual, ¿cambiará su actitud para conmigo? No. Tiene necesidades propias y necesita a la mujer dulce, tímida, buena, incapaz de hacer daño, de salirse de madre que hay en mí. Pero yo cada día me acerco más a
June. Empiezo a desearla, a conocerla mejor, a amarla más. Ahora me doy cuenta de que todas las cosas
interesantes de su vida en común fueron iniciativa de June. Sin ella, Henry es un espectador callado, no un
participante. Henry y yo somos buenos compañeros, pero no podríamos vivir juntos. Yo esperaba que los
primeros días (o noches) que pasé en Clichy fueran sensacionales. Me sorprendió comprobar que caíamos
en apacibles charlas profundas y hacíamos bien poca cosa. Esperaba escenas dostoievskianas y me encontré con un caballero alemán que no soportaba que los platos se quedaran sin fregar. Encontré a un esposo,
no a un amante difícil y temperamental.
Al principio, Henry estaba incluso incómodo porque no sabía cómo entretenerme. June lo hubiera sabido.
Sin embargo, yo entonces estaba contenta y profundamente satisfecha porque le amaba. Hasta hace poco
no he sentido mi vieja inquietud.
Le propuse a Henry que saliéramos, pero me desilusionó negándose a llevarme a sitios exóticos. Él se
contentaba con ir al cine y luego sentarse en un café. Luego se negó a presentarme a sus amigos de mala
vida (para protegerme y conservarme). Como él no tomaba ninguna iniciativa, empecé a sugerir que fuéramos aquí o allí.
Una noche, desde la Gare Saint Lazare habíamos ido al cine y luego a sentarnos en un café. En el taxi que
me llevaba a donde había quedado de encontrarme con Hugo Henry empezó a besarme y yo me abracé a
él. Nuestros besos fueron ganando frenesí y le dije: «Dile al taxista que nos lleve al Bois.» Estaba embriagada por el momento. Pero Henry tuvo miedo. Me recordó la hora que era y que Hugo me estaba esperando. ¡Con June hubiera sido diferente! Lo dejé entristecido. En realidad Henry no tiene nada de alocado
más que sus enfebrecidos escritos.
Me esfuerzo por vivir externamente, ir a la peluquería, de compras, y me digo a mí misma: «No debo
hundirme. He de luchar.» Necesito a Allendy y no lo veré hasta el miércoles.
También quiero ver a Henry, pero no cuento con su fuerza. El primer día, en el «Viking», dijo: «Soy un
hombre débil.» Y yo no lo creí. Yo no amo a los hombres débiles. Siento ternura, eso sí. Pero Dios mío,
en unos días ha destruido mi pasión. ¿Qué ha ocurrido? El momento en que dudó de su potencia no fue
más que una chispa. ¿Se debe a que el poder sexual era su único poder? ¿Me retenía sólo de esa manera?
¿Fue por un cambio producido en mí? Al llegar, la noche empiezo a pensar que no es importante que me
sienta decepcionada. Quiero ayudarle. Me alegro de que su libro esté escrito y de haberle dado una sensación de seguridad y de bienestar. Lo amo de una manera diferente, pero le amo.
Henry es valiosísimo para mí, tal como es. Cuando veo su traje deshilachado me derrito. Se durmió mientras yo me vestía para una cena de etiqueta. Luego vino a mi dormitorio y observó cómo me daba los últimos toques. Admiró mi vestido verde oriental. Dijo que me movía como una princesa. Tenía la ventana
del dormitorio abierta al exuberante jardín. Le hizo recordar el decorado de Peleas y Mélisande. Estaba
tumbado en el sofá. Me senté junto a él un momento, le acaricié y dije «tienes que comprarte un traje» en
tanto pensaba cómo podía conseguir el dinero. No soportaba ver las raídas mangas alrededor de sus muñecas.
Estamos sentados muy juntos en el tren.
–¿Sabes, Anaïs? Soy tan lento que no me doy cuenta de que voy a perderte cuando lleguemos a París. Me
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