do, sin rencores, sin mal sabor de boca. Una vez acabado, no ha acabado, nos quedamos quietos, abrazados, arrullados por nuestro amor, por la ternura, una sensualidad de la que participa todo el cuerpo.
Henry tiene imaginación, una percepción animal de la vida, una capacidad extraordinaria de expresión, y
el genio más auténtico que he conocido. «Nuestra era tiene necesidad de violencia», escribe. Y él es violencia. Hugo lo admira. Y al mismo tiempo le preocupa. Dice con razón:
–Te enamoras de la mente de la gente. Voy a perderte a manos de Henry.
–No, no, no vas a perderme. –Soy consciente de lo incendiaria que es mí imaginación. Soy ya devota de la
obra de Henry, aunque sé diferenciar el cuerpo de la mente. Me encanta su fuerza, su fuerza bruta, destructiva, osada, catártica. En este mismo momento podría escribir un libro sobre su genio. Casi todas las
palabras que pronuncia emiten una descarga eléctrica, al hablar de La edad de Oro de Buñuel, de Salavin,
de Waldo Frank, de Proust, de la película El ángel azul, de la gente, del animalismo, de París, de las prostitutas francesas, de las mujeres americanas, de América. Incluso va más avanzado que Joyce. Repudia la
forma. Escribe tal como pensamos, en varios niveles a la vez, con una aparente inconexión, un caos aparente.
He terminado un libro nuevo, sólo me falta pulirlo. Hugo lo leyó el domingo y quedó cautivado. Es surrealista, lírico. Henry dice que escribo como un hombre, con tremenda claridad y concisión. Le sorprendió mi libro sobre D. H. Lawrence, aunque no le gusta Lawrence. «Un libro muy inteligente.» Con eso
basta. Sabe que ya he dejado atrás a Lawrence. Tengo otro libro en mente.
He transpuesto la sensualidad de Drake a otro tipo de interés. Los hombres necesitan otras cosas, además
de un receptor sexual. Necesitan que se les consuele, arrulle, comprenda, ayude, aliente y escuche.
Haciendo todo esto con ternura y cariño... bueno, encendió la pipa y me dejó en paz. Lo