de moverse y se ha vuelto blando.
–Hoy no querías follar –digo sonriente.
–No es eso. Es que estos días he pensado mucho en que me hago viejo y un día...
–¡Estás loco, Henry! ¡Viejo a los cuarenta años! Y tú, que nunca piensas en esos momentos. Cuando tengas cien años seguirás follando.
–Es muy humillante –dice Henry, dolido, confuso.
En ese momento no pienso más que en su humillación, en sus temores.
–Es natural –digo–. También les sucede a las mujeres, pero en las mujeres no se nota. Lo pueden disimular. ¿No te había ocurrido nuca?
–Sólo cuando dejé de desear a mi primera amante, Pauline. Pero a ti te deseo desesperadamente. Tengo un
miedo terrible a perderte. Ayer estaba preocupado como una mujer. ¿Cuánto tiempo me querrá? ¿Se cansará de mí?
Le beso.
–¿Ves? Ahora me besas como si fuera un niño.
Observo que se avergüenza de sí mismo. Digo y hago lo posible para que todo parezca natural. Se imagina que a partir de ahora será impotente. En tanto le consuelo, oculto el principio de mis propios temores y
de mi propia desesperación.
–Quizá tienes la sensación de que has de follarme cada vez que vengo a verte para no decepcionarme –
digo. Ésta le parece la explicación más acertada. La acepta. Yo misma soy contraria a nuestros poco naturales encuentros. No nos podemos ver cuando nos deseamos. Eso es malo. Yo le deseo más cuando no
está. Le suplico que no se lo tome en serio. Lo convenzo. Me promete salir esa noche, a la misma obra de
teatro a la que yo voy a ir con una gente del Banco.
Pero en el taxi retornan mis propios temores desproporcionados. Henry me ama, pero no jodidamente, jodidamente.
Esa misma noche, vino al teatro y se sentó en la galería. Yo sentí su presencia. Levanté la vista hacia él,
con ternura. Pero la pesadez de mi estado de ánimo me asfixiaba. Para mí todo había terminado. Las cosas
mueren cuando muere la confianza. Y sin embargo...
Al volver a casa Henry me escribió una carta de amor. Al día siguiente le llamé por teléfono y le dije: «Si
no tienes ganas de trabajar, ven a Louveciennes.» Vino inmediatamente. Estaba suave y me hizo suya.
Ambos lo necesitábamos; pero no me hizo entrar en calor, no me resucitó. Me pareció que él también me
estaba follando para tranquilizarse a sí mismo. Menudo peso para mí, para mi cuerpo. Sólo pasamos una
hora juntos. Le acompañé a la estación. Mientras regresaba a casa, releí su carta. Me pareció poco sincera.
Literatura. Los hechos me dicen una cosa, el instinto otra. Pero, ¿es el instinto el mismo temor neurótico
de antes?
Extraño, se me ha olvidado que hoy tenía cita con Allendy y no le he telefoneado. Lo necesito muchísimo,
y sin embargo, quiero luchar sola, enfrentarme a la vida. Henry me escribe una carta, viene a casa, parece
que me ama, me habla. Vacío. Soy como un instrumento que ha dejado de tocar. No quiero verlo mañana.
El otro día volví a preguntar: «¿Le mando dinero a June para que regrese en lugar de dártelo a ti para que
vayas a España?» Dijo que no.
Empiezo a tener mejor concepto de June. La imagen que tenía de un Henry peligroso, sensual y dinámico
ha desaparecido. Hago todo lo que puedo por recuperarlo. Le veo humilde, timorato, inseguro. Cuando el
otro día dije en broma «no volverás a hacerme tuya», me contestó: «Me estás castigando.» Me doy cuenta
de que su inseguridad es igual a la mía, mi pobre Henry. Tiene los mismos deseos de demostrarme que el
amor es hermoso, de demostrar su potencia, que yo de saber que induzco a la potencia.
Sin embargo, hice alarde de valentía. Cuando tuvo lugar esa escena, tan semejante a la vivida con John,
no demostré preocupación ni sorpresa. Permanecí en sus brazos, riendo y charlando tranquilamente. «El
amor estropea el follar», dije, pero era más una baladronada que nada. Mis esfuerzos constituyen una verdadera revelación para mí misma.
Pese a todo esto, puse en peligro mi matrimonio y mi felicidad durmiendo con la carta de Henry debajo de
78