HENRY & JUNE - ANAïS NIN | Page 54

No olvidé anoche ser tan buena con Eduardo que debo de haber engordado al menos sesenta centímetros. Y la misma noche quería fundirme en el cuerpo de Hugo, ser aprisionada en sus brazos, en su bondad. En tales momentos la pasión y la fiebre carecen de importancia. No soporto a Hugo celoso, pero está seguro de mi amor. «Nunca te he querido tanto –dice–, nunca he sido tan feliz contigo. Tú eres mi vida entera.» Y yo sé que lo amo todo cuanto puedo amarlo, que es el único que me posee eternamente. Sin embargo, llevo tres días imaginándome la vida con Henry en Clichy. «Mándame un telegrama cada día, por favor», le digo a Hugo. Y tal vez no esté en casa para leerlos. He huido. Mi pijama, mi peine, mis polvos y mi perfume están en el cuarto de Henry. Lo encuentro tan sumamente profundo que me siento aturdida. Vamos andando a la Place de Clichy, a ritmo. Me hace tomar conciencia de la calle, de la gente, de la realidad. Ando como una sonámbula, él sin embargo está oliendo la calle, observando, con los ojos bien abiertos. Me muestra a la puta de la pata de palo de cerca del palacio de Gaumont. No sabe lo que es vivir en un mundo donde el único personaje distinto es uno mismo, como Eduardo y yo. Nos sentamos en varios cafés y hablamos de la vida y de la muerte y del sentido de Lawrence. «Si Lawrence hubiera vivido...», dice Henry... Sí, ya conozco el final de la frase. Lo hubiera amado. El me hubiera amado a mí. Henry se imagina el cambio de aspecto de mi estudio. Las fotografías de John, los libros de John. La fotografía de Lawrence, los libros de Lawrence. Las acuarelas de Henry y los manuscritos de Henry. Henry y yo nos quedamos un momento sentados reflexionando irónicamente el espectáculo de nuestra vida. Eduardo ha dicho que ni la obra ni la vida de Henry tienen ninguna estructura. Exactamente. Si la tuvieran sería un analista. Si fuera un analista, no sería una fuerza viviente y caótica. Cuando le hablo a Henry de John Erskine, le sorprende mi carácter sacrílego. John, el hombre reverenciado por Hugo. «Puede parecer sacrílego; sin embargo, mira qué natural es: yo amaba en John lo que lo unía a Hugo», dije en voz baja. Estábamos sentados en la cocina de Clichy a las dos de la madrugada con Fred, comiendo, bebiendo y fumando mucho. Henry tuvo que levantarse y lavarse los ojos con agua fría, los ojos irritados del chiquillo alemán. Me resultó intolerable y dije: «Henry, vamos a beber por que dejes de trabajar para el periódico. No volverás porque lo digo yo.» Fred pareció ofendido. Se hundió en un humor sombrío. Le dimos las buenas noches y nos fuimos al cuarto de Henry. Disfrutábamos estando juntos, desnudándonos, hablando, colocando la ropa en la silla. Henry admiraba mi pijama rojo de seda que no acababa de encajar en aquella sencilla habitación, sobre la áspera manta. Al día siguiente descubrimos que Fred no había dormido allí. «No te lo tomes demasiado en serio», dijo Henry. Desayunamos juntos a las cinco de la tarde. Luego yo cosí las cortinas grises y Henry clavó las galerías. Más tarde. Henry preparó una sabrosa cena; bebimos «Anjou» y estábamos muy contentos. A primeras horas de la mañana regresé a Louveciennes. Cuando volví a Clichy, Fred estaba en casa y muy triste. Cenamos pero en silencio y yo me sentía desdichada. Fred abandonó su estado de ánimo para complacerme y dijo: «Vamos a hacer algo. ¿Por qué no vamos a Louveciennes?» Allá vamos. Siento que la magia de mi propia casa me arrulla. Estamos sentados junto al fuego. Éste es el momento en que la casa desprende un encanto y el fuego se mezcla en los nervios. Yo me siento completa, como si formara parte de un mural. Su admiración y amor me resultan muy agradables. Desaparece el sentido del secreto. Abro las cajas metálicas y les enseño mis primeros diarios. Fred coge el primero y empieza a llorar y a reír con él. Le he dado a Henry el diario rojo que trata de él, cosa que no he hecho con nadie. Leo por encima de su hombro. Henry y yo esperamos el tren en un andén muy alto. La lluvia ha lavado los árboles. La tierra desprende esencias como una mujer a la que un hombre haya arado y sembrado. Nuestros cuerpos se acercan. 54