HARRY POTER Y LA PIEDRA FILOSOFAL Harry_Potter_y_la_Piedra_Filosofal_01 | Page 112
El pestillo hizo un clic y la puerta se abrió. Pasaron todos, la cerraron
rápidamente y se quedaron escuchando.
—¿Adónde han ido, Peeves? —decía Filch—. Rápido, dímelo.
—Di «por favor».
—No me fastidies, Peeves. Dime adónde fueron.
—No diré nada si me lo pides por favor —dijo Peeves, con su molesta
vocecita.
—Muy bien... por favor.
—¡NADA! Ja, ja. Te dije que no te diría nada si me lo pedías por favor. ¡Ja,
ja! —Y oyeron a Peeves alejándose y a Filch maldiciendo enfurecido.
—Él cree que esta puerta está cerrada —susurro Harry—. Creo que nos
vamos a escapar. ¡Suéltame, Neville! —Porque Neville le tiraba de la manga
desde hacia un minuto—. ¿Qué pasa?
Harry se dio la vuelta y vio, claramente, lo que pasaba. Durante un
momento, pensó que estaba en una pesadilla: aquello era demasiado, después
de todo lo que había sucedido.
No estaban en una habitación, como él había pensado. Era un pasillo. El
pasillo prohibido del tercer piso. Y ya sabían por qué estaba prohibido.
Estaban mirando directamente a los ojos de un perro monstruoso, un perro
que llenaba todo el espacio entre el suelo y el techo. Tenía tres cabezas, seis
ojos enloquecidos, tres narices que olfateaban en dirección a ellos y tres bocas
chorreando saliva entre los amarillentos colmillos.
Estaba casi inmóvil, con los seis ojos fijos en ellos, y Harry supo que la
única razón por la que no los había matado ya era porque la súbita aparición lo
había cogido por sorpresa. Pero se recuperaba rápidamente: sus profundos
gruñidos eran inconfundibles.
Harry abrió la puerta. Entre Filch y la muerte, prefería a Filch.
Retrocedieron y Harry cerró la puerta tras ellos. Corrieron, casi volaron por
el pasillo. Filch debía de haber ido a buscarlos a otro lado, porque no lo vieron.
Pero no les importaba: lo único que querían era alejarse del monstruo. No de-
jaron de correr hasta que alcanzaron el retrato de la Dama Gorda en el séptimo
piso.
—¿Dónde os habíais metido? —les preguntó, mirando sus rostros
sudorosos y rojos y sus batas desabrochadas, colgando de sus hombros.
—No importa... Hocico de cerdo, hocico de cerdo —jadeó Harry, y el
retrato se movió para dejarlos pasar. Se atropellaron para entrar en la sala
común y se desplomaron en los sillones.
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