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el cliente, que ya ha visto los productos en el escaparate de la
red social, se acerca a la buhardilla donde la artista le cuenta,
le pregunta, le sugiere. Ahí se decide el tipo de pedido, el
diseño o los colores. “Hay personas que me traen cosas que
tienen en sus casas para hacer algo que vaya a juego, porque
era el plato o la tetera de la abuela y quieren mezclarlo. Me
siento como si yo pintara un cuadro y lo pusieran junto a un
Velázquez. Lo que más me gusta de todo esto es el contacto
con los clientes. Encontrarme con gente que no he visto en
mi vida, de la que me hago amiga. En Instagram ya tengo
verdaderos amigos íntimos”.
El valor de la libertad
Bárbara suele hacer unas tres vajillas al mes, una vez cerra-
dos los pedidos de la temporada. No siempre acepta todos
los encargos que recibe porque, en el fondo, la cerámica no
representa su modo de ganarse la vida, sino, más bien, una de
las maneras que tiene de disfrutar de ella, de hacer algo que le
llena y que le gusta. Por eso repite una y otra vez, y por encima
de todas, una palabra: libertad. “Es el término que mejor define
mi trabajo. Yo quiero seguir siendo libre. Todo, menos que me
impongan. Si, de repente, viene un cliente que no me
está entendiendo, prefiero dejarlo y no aceptar, expli-
cándoselo como es debido. Yo necesito poder crear
y que me dejen un poco de libertad. Porque si no, no
soy yo. Y también por el bien del cliente, porque las
cosas salen mejor de esa manera. Sale lo mejor de
ti si te dan alas, si no te hacen dudar y no te frenan”.
Esa es la razón que explica su manera de tra-
bajar, y que haya rechazado todas las sugerencias
y ofertas para que transforme su producción para
hacerla a una escala industrial. “Haría mucho más,
pero no sería como ahora. Cada pieza está hecha
a mano y es única, aunque tenga el mismo dibujo.
De hecho, hay clientes que descubren uno de mis
diseños en Instagram y me piden que les haga ese
mismo y no otro. Incluso así, la pieza que se llevan es
distinta a cualquier otra”. Es lo que ocurrió con dos
de los últimos encargos que ha recibido, y cuyos
destinatarios se encuentran en Miami y en México.
Desde allí contactaron con ella a través de internet,
y en uno de los casos le pidieron el dibujo que hizo
para una vajilla a la que Bárbara le tiene un cariño
especial: las 600 piezas que dibujó a mano, una a
una, para entregarlas como regalo a los invitados
y a todas las personas que, de una u otra manera,
habían participado en la boda de uno de sus hijos.
Y a pesar de todo el trabajo, de las horas y horas
de plumilla y dibujos, de las numerosas mezclas de
pinturas y del calor que desprenden los dos hornos
cilíndricos junto a los que se sienta en el altillo de
su casa, Bárbara Pan de Soraluce sigue adorando
lo que hace y sintiendo una pena tremenda cada
vez que tiene que desprenderse de sus creaciones.
“Muchas veces lloro. Aunque sé que van a llegar a
personas que las van a apreciar. No te imaginas los
mensajes que recibo. De verdad. Eso es lo máximo.
Mucho más que haber hecho la vajilla. Me meten en
sus vidas, en sus casas. Estoy ahí, en algo que quie-
ren mucho, en una parte buena de su día a día. Y eso
me encanta”. Sonríe, y de verdad se la ve feliz. Ella
dice que ahora la gente la conoce por ser quien es,
y no por ser la hija o la esposa de alguien –su marido
es el expresidente de Bankinter y uno de los funda-
dores de la Fundación Sociedad y Empresa Respon-
sable, Juan Arena de la Mora–. Para Bárbara todo
empezó con la foto de tres platos con flores que a su
hija se le ocurrió subir a Instagram. “Todavía me sigo
asombrando cada día con lo que está pasando. No
me acostumbro a la repercusión, a que me vengan
a preguntar, a los pedidos, a los mensajes. No sé si
tengo realmente algo interesante que decir”.
La respuesta puede que esté en los miles de se-
guidores que admiran y valoran Los Platos de Pan
desde cualquier rincón del mundo.