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Juan Muñoz Martín
Fray Perico y su borrico
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El arca de Noé
Cuando los aldeanos vieron al lobo sentado junto a fray Perico, royendo un
hueso, se quedaron sorprendidos; las gallinas picoteaban a su lado. Los frailes y
los vecinos se acercaron poco a poco y dieron gracias a Dios por el maravilloso
cambio del lobo. Desde entonces, el lobo entraba en el convento todos los días,
dormía en el monte y los vecinos no le temían. El único que le tenía miedo era
fray Olegario, desde que el lobo le hiciera un siete en el hábito por pisarle la
cola. Si lo veía, se subía en una silla para no pisarlo y no se bajaba hasta que no
estaba bien lejos. También fray Pirulero le tenía respeto al verlo con aquellos
dientes y aquel pelo. ¡Qué diferentes eran el gato y el borriquillo de este otro
animalote! Al gato le daba un escobazo y salía haciendo ¡fu! por la ventana; al
lobo le atizaba con el hierro de la cocina y el que tenía que salir corriendo era
fray Pirulero.
¡Pobre fray Pirulero! Siempre tenía que tener la cocina cerrada, apestando a
humo, pues cuando no era fray Perico que robaba las chuletas, era Calcetín que
se comía las natillas, o el lobo que tiraba de una ristra de chorizos, o el gato que
se llevaba las sardinas por docenas. ¡Y en la mesa ya no se cabía!
-Parece el arca de Noé -decía fray Sisebuto, que tenía a su derecha a Calcetín,
a su izquierda al lobo y en los hombros al gato.
A veces se colaban por la ventana las gallinas y se ponían a picotear encima
de la mesa, a beber en los vasos y a comerse los garbanzos, y los frailes se
quedaban sin probar bocado por culpa de fray Perico, que se enfadaba mucho si
alguno las espantaba.
Y en cuanto al lobo, ¡qué manera de comer, qué poca educación, qué
glotonería! Parecía que no había comido en su vida. No usaba cuchara, ni
tenedor, ni cuchillo, no se ponía servilleta, tiraba la comida con la pata al suelo
y la devoraba a bocados. Hacía mucho ruido cuando sorbía el caldo y se
zampaba el postre con cáscara, ya fueran melones, plátanos, castañas o nueces.
Fray Perico le regañaba y le daba algún capón que otro, pero nada conseguía.
De todas maneras, el lobo no volvió a comerse ni una gallina ni una oveja,
como lo había prometido, y solamente una vez le rompió los pantalones al tío
Carapatata por darle una piedra en lugar de un trozo de pan. Pero, en cambio,
una vez que venía el señor Hildebrando de recoger la remolacha y se cayó al
río, el lobo lo sacó de las aguas revueltas cogiéndole con los dientes por los
calzones de pana.
El lobo murió muy viejo, muy viejecito, tan viejo que se le habían caído los
dientes y Fray Perico le tenía que dar papilla de guisantes. Un día se dio un
atracón de pepinos, que le gustaban mucho, y murió tranquilamente, rodeado
de todos los frailes y vecinos que lo lloraron bastante. Fray Perico lo enterró
junto a un abeto del camino.
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