pérdida de lo más querido o de lo más imprescindible amenazas y agresiones violentas
por parte de los más fuertes o de los menos escrupulosos. Una comunidad política
deseable tiene que garantizar dentro de lo posible la asistencia comunitaria a los que
sufren y la ayuda a los que por cualquier razón menos pueden ayudarse a sí mismos.
Lo difícil es lograr que esta asistencia no se haga a costa de la libertad y la dignidad
de la persona. A veces el Estado, con el pretexto de ayudar a los inválidos, termina por
tratar como si fuesen inválidos a toda la población. Las desdichas nos ponen en
manos de los demás y aumentan el poder colectivo sobre el individuo: es muy
importante esforzarse por que ese poder no se emplee más que para remediar carencias
y debilidades, no para perpetuarlas bajo anestesia en nombre de una «compasión»
autoritaria.
Quien desee la vida buena para sí mismo, de acuerdo al proyecto ético, tiene
también que desear que la comunidad política de los hombres se base en la libertad,
la justicia y la asistencia. La democracia moderna ha intentado a lo largo de los dos
últimos siglos establecer (primero en la teoría y poco a poco en la práctica) esas
exigencias mínimas que debe cumplir la sociedad política: son los llamados derechos
humanos cuya lista todavía es hoy, para nuestra vergüenza colectiva, un catálogo de
buenos propósitos más que de logros efectivos. Insistir en reivindicarlos al completo,
en todas parles y para todos, no unos cuantos y sólo para unos cuantos, sigue siendo
la única empresa política de la que la ética no puede desentenderse. Respecto a que
la etiqueta que vayas a llevar en la solapa mientras tanto haya de ser de «derechas»,
de «izquierdas», de «centro» o de lo que sea... bueno, tú verás, porque yo paso
bastante de esa nomenclatura algo anticuada.
Lo que sí me parece evidente es que muchos de los problemas que hoy se
nos presentan a los cinco mil millones de seres humanos que atiborramos el planeta
(y el censo sigue, ay, en aumento) no pueden ser resueltos, ni siquiera bien
planteados, más que de forma global para todo el mundo. Piensa en el hambre, que
hace morir todavía a tantísimos millones de personas, o el subdesarrollo económico
y educativo de muchos países, o la pervivencia de sistemas políticos brutales que
oprimen sin remilgos a su población y amenazan a sus vecinos, o el derroche de
dinero y ciencia en armamentos, o la simple y llana miseria de demasiada gente incluso
en naciones ricas, etc. Creo que la actual fragmentación política del mundo (de un
mundo ya unificado por la interdependencia económica y la universalización de las
comunicaciones) no hace más que perpetuar estas lacras y entorpecer las soluciones
que se proponen. Otro ejemplo: el militarismo, la inversión frenética en armamento de
recursos que podrían resolver la mayoría de las carencias que hoy se padecen en el
mundo, el cultivo de la guerra agresiva (arte inmoral de suprimir al otro en lugar de
intentar ponerse en su lugar)... ¿Crees tú que hay otro modo de acabar con esa locura
que no sea el establecimiento de una autoridad a escala mundial con fuerza suficiente
para disuadir a cualquier grupo de la afición a jugar a batallitas? Por último, antes te decía que algunas cosas no son sustituibles como lo son otras: esta «cosa» en que
vivimos, el planeta Tierra, con su equilibrio vegetal y animal no parece que tenga
sustituto a mano ni que sea posible «comprarnos» otro mundo si por afán de lucro o
por estupidez destruimos éste. Pues bien, la Tierra no es un conjunto de parches ni
de parcelas: mantenerla habitable y hermosa es una tarea que sólo puede ser asumida
por los hombres en cuanto comunidad mundial, no desde el ventajismo miope de unos
contra otros.
A lo que voy: cuanto favorece la organización de los hombres de acuerdo
con su pertenencia a la humanidad y no por su pertenencia a tribus, me parece en
principio políticamente interesante. La diversidad de formas de vida es algo esencial
(¡imagínate qué aburrimiento si faltase!) pero siempre que haya unas pautas mínimas
de tolerancia entre ellas y que ciertas cuestiones reúnan los esfuerzos de todos. Si no,
lo que conseguiremos es una diversidad de crímenes y no de culturas. Por ello te
confieso que aborrezco las doctrinas que enfrentan sin remedio a unos hombres con
otros: el racismo, que clasifica a las personas en primera, segunda o tercera clase de
acuerdo con fantasías pseudocientíficas; los nacionalismos feroces, que consideran
que el individuo no es nada y la identidad colectiva lo es todo; las ideologías
fanáticas, religiosas o civiles, incapaces de respetar el pacífico conflicto entre
opiniones, que exigen a todo el mundo creer y respetar lo que ellas consideran la
«verdad», y sólo eso, etc. Pero no quiero ahora empezar a darte la paliza política ni
contarte mis puntos de vista sobre todo lo divino y lo humano. En este últ imo capítulo
sólo he pretendido señalarte que hay exigencias políticas que ninguna persona que
quiera vivir bien puede dejar de tener. Del resto ya hablaremos... en otro libro.
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Vete leyendo...
«No el Hombre, sino los hombres habitan este planeta. La pluralidad es la ley
de la Tierra» (Hannah Arendt, La vida del espíritu).
«Si yo supiese algo que me fuese útil y que fuese perjudicial a mi familia, lo
expulsaría de mi espíritu. Si yo supiese algo útil para mi familia y que no lo fuese para
mi patria, intentaría olvidarlo. Si yo supiese algo útil para mi patria y que fuese
perjudicial para Europa, o bien que fuese útil para Europa y perjudicial para el género
humano, lo consideraría como un crimen, porque soy necesariamente hombre mientras
que no soy francés más que por casualidad.» (Montesquieu).
«Aunque los estados observasen los pactos entre ellos perfectamente, es
lamentable que el uso de ratificarlo todo por un juramento religioso haya entrado en
las costumbres —como si dos pueblos separados por un ligero espacio, solamente por
una colina o por un río, no estuviesen unidos por lazos sociales fundados en la propia