que crea la opinión vulgar. Cuando digo que «acaban mal» no me refiero a que
terminen en la cárcel o fulminados por un rayo (eso sólo suele pasar en las películas),
sino que te aviso de que suelen fastidiarse a sí mismos y nunca logran vivir la buena
vida esa que tanto nos apetece a ti y a mí. Y todavía siento más tener que informarte
que síntomas de imbecilidad solemos tener casi todos; vamos, por lo menos yo me los
encuentro un día sí y otro también, ojalá a ti te vaya mejor en el intento... Conclusión:
¡alerta! ¡en guardia!, ¡la imbecilidad acecha y no perdona!
Por favor, no vayas a confundir la imbecilidad de la que te hablo con lo que
a menudo se llama ser «imbécil», es decir, ser tonto, saber pocas cosas, no entender
la trigonometría o ser incapaz de aprenderse el subjuntivo del verbo francés aimer.
Uno puede ser imbécil para las matemáticas (¡mea culpa!) y no serlo para la moral, es
decir, para la buena vida. Y al revés: los hay que son linces para los negocios y unos
perfectos cretinos para cuestiones de ética. Seguro que el mundo está lleno de
premios Nobel, listísimos en lo suyo, pero que van dando tropezones y bastonazos
en la cuestión que aquí nos preocupa. Desde luego, para evitar la imbecilidad en
cualquier campo es preciso prestar atención, como ya hemos dicho en el capítulo
anterior, y esforzarse todo lo posible por aprender. En estos requisitos coinciden la
física o la arqueología y la ética. Pero el negocio de vivir bien no es lo mismo que el
de saber cuánto son dos y dos. Saber cuánto son dos y dos es cosa preciosa, sin
duda, pero al imbécil moral no es esa sabiduría la que puede librarle del gran batacazo.
Por cierto, ahora que lo pienso... ¿cuánto son dos y dos?
Lo contrario de ser moralmente imbécil es tener conciencia. Pero la
conciencia no es algo que le toque a uno en una tómbola ni que nos caiga del cielo.
Por supuesto, hay que reconocer que ciertas personas tienen desde pequeñas mejor
«oído» ético que otras y un «buen gusto» moral espontáneo, pero este, «oído» y ese
«buen gusto» pueden afirmarse y desarrollarse con la práctica (lo mismo que el oído
musical y el buen gusto estético). ¿Y si alguien carece en absoluto de semejante
«oído» o «buen gusto» en cuestiones de bien vivir? Pues, chico, mal remedio le veo
a su caso. Uno puede dar muchas razones estéticas, basadas en la historia, la armonía
de formas y colores, en lo que quieras, para justificar que un cuadro de Velázquez
tiene mayor mérito artístico que un cromo de las tortugas Ninja. Pero si después de
mucho hablar alguien dice que prefiere el cromito a Las Meninas no sé cómo vamos
a arreglárnoslas para sacarle de su error. Del mismo modo, si alguien no ve malicia
ninguna en matar a martillazos a un niño para robarle el chupete, me temo que nos
quedaremos roncos antes de lograr convencerle...
Bueno, admito que para lograr tener conciencia hacen falta algunas
cualidades innatas, como para apreciar la música o disfrutar con el arte. Y supongo
que también serán favorables ciertos requisitos sociales y económicos pues a quien
se ha visto desde la cuna privado de lo humanamente más necesario es difícil exigirle
la misma facilidad para comprender lo de la buena vida que a los que tuvieron mejor suerte. Si nadie te trata como humano, no es raro que vayas a lo bestia... Pero una vez
concedido ese mínimo, creo que el resto depende de la atención y esfuerzo de cada
cual. ¿En qué consiste esa conciencia que nos curará de la imbecilidad moral?
Fundamentalmente en los siguientes rasgos:
a) Saber que no todo da igual porque queremos realmente vivir y además
vivir bien, humanamente bien.
b) Estar dispuestos a fijarnos en si lo que hacemos corresponde a lo que de
veras queremos o no.
c) A base de práctica, ir desarrollando el buen gusto moral de tal modo que
haya ciertas cosas que nos repugne espontáneamente hacer (por ejemplo, que le dé
a uno «asco» mentir como nos da asco por lo general mear en la sopera de la que
vamos a servirnos de inmediato.
d) Renunciar a buscar coartadas que disimulen que somos libres y por tanto
razonablemente responsables de las consecuencias de nuestros actos.
Como verás, no invoco en estos rasgos descriptivos motivo diferente para
preferir lo de aquí a lo de allá, la conciencia a la imbecilidad, que tu propio provecho.
¿Por qué está mal lo que llamamos «malo»? Porque no le deja a uno vivir la buena vida
que queremos. ¿Resulta pues que hay que evitar el mal por una especie de egoísmo?
Ni más ni menos. Por lo general la palabra « egoísmo» suele tener mala prensa: se llama
«egoísta» a quien sólo piensa en sí mismo y no se preocupa por los demás, hasta el
punto de fastidiarles tranquilamente si con ello obtiene algún beneficio. En este
sentido diríamos que el ciudadano Kane era un «egoísta» o también Calígula, aquel
emperador romano capaz de cometer cualquier crimen por satisfacer el más simple de
sus caprichos. Estos personajes y otros parecidos suelen ser considerados egoístas
(incluso monstruosamente egoístas) y desde luego no se distinguen por lo exquisito
de su conciencia ética ni por su em