De modo que mi «haz lo que quieras» no es más que una forma de decirte que
te tomes en serio el problema de tu libertad, lo de que nadie puede dispensarte de la
responsabilidad creadora de escoger tu camino. No te preguntes con demasiado
morbo si «merece la pena» todo este jaleo de la libertad, porque quieras o no eres
libre, quieras o no tienes que querer. Aunque digas que no quieres saber nada de
estos asuntos tan fastidiosos y que te deje en paz, también estarás queriendo...
queriendo no saber nada, queriendo que te dejen en paz aun a costa de aborregarte
un poco o un mucho. ¡Son las cosas del querer, amigo mío, como dice la copla! Pero
no confundamos este «haz lo que quieras» con los caprichos de que hemos hablado
antes. Una cosa es que hagas «lo que quieras» y otra bien distinta que hagas «lo
primero que te venga en gana». No digo que en ciertas ocasiones no pueda bastar la
pura y simple gana de algo: al elegir qué vas a comer en un restaurante, por ejemplo.
Ya que afortunadamente tienes buen estómago y no te preocupa engordar, pues
venga, pide lo que te dé la gana... Pero cuidado, que a veces con la «gana» no se gana
sino que se pierde. Ejemplo al canto.
No sé si has leído mucho la Biblia. Está llena de cosas interesantes y no hace
falta ser muy religioso —ya sabes que yo lo soy más bien poco— para apreciarlas. En
el primero de sus libros, el Génesis, se cuenta la historia de Esaú y Jacob, hijos de
Isaac. Eran hermanos gemelos, pero Esaú había salido primero del vientre de su madre,
lo que le concedía el derecho de primogenitura: ser primogénito en aquellos tiempos
no era cosa sin importancia, porque significaba estar destinado a heredar todas las
posesiones y privilegios del padre. A Esaú le gustaba ir de caza y correr aventuras,
mientras que Jacob prefería quedarse en casita, preparando de vez en cuando algunas
delicias culinarias. Cierto día volvió Esaú del campo cansado y hambriento. Jacob
había preparado un suculento potaje de lentejas y a su hermano, nada más llegarle el
olorcillo del guiso, se le hizo la boca agua. Le entraron muchas ganas de comerlo y
pidió a Jacob que le invitara. El hermano cocinero le dijo que con mucho gusto pero
no gratis sino a cambio del derecho de primogenitura. Esaú pensó: «Ahora lo que me
apetecen son las lentejas. Lo de heredar a mi padre será dentro de mucho tiempo.
¡Quién sabe, a lo mejor me muero yo antes que él!» y accedió a cambiar sus futuros
derechos de primog énito por las sabrosas lentejas del presente. ¡Debían oler
estupendamente esas lentejas! Ni que decir tiene que más tarde, ya repleta la panza,
se arrepintió del mal negocio que había hecho, lo que provocó bastantes problemas
entre los hermanos (dicho sea con el respeto debido, siempre me ha dado la impresión
de que Jacob era un pájaro de mucho cuidado). Pero si quieres saber cómo acaba la
historia léete el Génesis. Para lo que aquí nos interesa ejemplificar basta con lo que te
he contado.
Como te veo un poco sublevado, no me extrañaría que intentaras volver esta
historia contra lo que te vengo diciendo: «¿No me recomendabas tú eso tan bonito de
"haz lo que quieras"?, pues ahí tienes: Esaú quería potaje, se empeñó en conseguirlo y al final se quedó sin herencia. ¡Menudo éxito!» Si, claro, pero... ¿eran esas lentejas
lo que Esaú quería de veras o simplemente lo que le apetecía en aquel momento?
Después de todo, ser el primogénito era entonces una cosa muy rentable y en cambio
las lentejas ya se sabe: si quieres las tomas y si no las dejas... Es lógico pensar que lo
que Esaú quería en el fondo era la primogenitura, un derecho destinado a mejorarle
mucho la vida en un plazo más o menos próximo. Por supuesto, también le apetecía
comer potaje, pero si se hubiese molestado en pensar un poco se habría dado cuenta
de que este segundo deseo podía esperar un rato con tal de no estropear sus
posibilidades de conseguir lo fundamental. A veces los hombres queremos cosas
contradictorias que entran en conflicto unas con otras. Es importante ser capaz de
establecer prioridades y de imponer una cierta jerarquía entre lo que de pronto me
apetece y lo que en el fondo, a la larga, quiero. Y si no, que se lo pregunten a Esaú...
En el cuento bíblico hay un detalle importante. Lo que determina a Esaú para
que elija el potaje presente y renuncie a la herencia futura es la sombra de la muerte
o, si prefieres, el desánimo producido por la brevedad de la vida. «Como sé que me
voy a morir de todos modos y a lo mejor antes que mi padre..., ¿para qué molestarme
en dar más vueltas a lo que me conviene? ¡Ahora quiero lentejas y mañana estaré
muerto, de modo que vengan las lentejas y se acabó!» Parece como si a Esaú la certeza
de la muerte le llevase a pensar que la vida ya no vale la pena, que todo da igual. Pero
lo que hace que todo dé igual no es la vida, sino la muerte. Fíjate: por miedo a la
muerte, Esaú decide vivir como si ya estuviese muerto y todo diese igual. La vida está
hecha de tiempo, nuestro presente está lleno de recuerdos y esperanzas, pero Esaú
vive como si para él ya no hubiese otra realidad que el aroma de lentejas que le llega
ahorita mismo a la nariz, sin ayer ni mañana. Aún más: nuestra vida está hecha de
relaciones con los demás —somos padres, hijos, hermanos, amigos o enemigos,
herederos o heredados, etc.— pero Esaú decide que las lentejas (que son una cosa,
no una persona) cuentan más para él que esas vinculaciones con otros que le hacen
ser quien es. Y ahora una pregunta: ¿cumple Esaú realmente lo que quiere o es que la
muerte le tiene como hipnotizado, paralizando y estropeando su querer?
Dejemos a Esaú con sus caprichos culinarios y sus líos de familia. Volvamos
a tu caso, que es el que aquí nos interesa. Si te digo que hagas lo que quieras, lo
primero que parece oportuno hacer es que pienses con detenimiento y a fondo qué
es lo que quieres. Sin duda te apetecen muchas cosas, a menudo contradictorias,
como le pasa a todo el mundo: quieres tener una moto pero no quieres romperte la
crisma por la carretera, quieres tener amigos pero sin perder tu independencia, quieres
tener dinero pero no quieres avasallar al prójimo para conseguirlo, quieres saber cosas
y por ello comprendes que hay que estudiar pero también quieres divertirte, quieres
que yo no te dé la lata y te deje vivir a tu aire pero también que esté ahí para ayudarte
cuando lo necesites, etc. En una palabra, si tuvieras que resumir todo esto y poner en
palabras sinceramente tu deseo global de fondo, me dirías: «Mira, papi, lo que quiero
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