Hasta hace un mes, cualquier persona del mundo podía contactarme sin ningún problema a través de mis redes sociales. Bastaba con escribir mi nombre completo en el buscador de Google para encontrar mi cuenta de Facebook o de Instagram y así, por medio de Messenger o de Direct (mensaje directo), hacer contacto conmigo tan solo a un clic. Sí, decidí cerrarlas, o por lo menos estas dos porque Twitter es otro cuento; sigo noticias internacionales por ahí. Lo hice por dos razones: la primera tiene que ver con un experimento social – o más bien ‘antisocial’ – que me propuse hacer para escribir este artículo, y la segunda, muy ligada a la primera; identificar las ventajas y desventajas de estas en mi vida. ¿Y adivinen qué? Aunque no soy una importante figura pública, por lo menos desde mi perspectiva, les tengo el dato.
Es evidente que la influencia de las redes sociales en nuestras vidas es un axioma. Antes, socializar era un ejercicio puramente presencial. Ni hablar de cómo la comunicación ha cambiado y en definitiva surgen nuevos mecanismos. Se desplazó al teléfono de la casa –o teléfono fijo– para reemplazarlo por el tan inherente celular que ahora, con sus desarrollos tecnológicos, debe llamarse Smartphone. Pero la discusión ya no es sobre con qué nos comunicamos sino cómo lo hacemos –por medio o a través de qué-. Tendríamos que centrarnos única y exclusivamente en the social networks como una nueva forma de relacionarnos los unos con los otros.
La Royal Society for Public Health (RSPH) y el Young Health Movement (YHM), organizaciones benéficas independientes, encargadas de hacerle seguimiento a las principales problemáticas de salud pública en Reino Unido, divulgaron un estudio en mayo de 2017 titulado #StatusOfMind (Estado Mental)
en el cual registraron datos importantes acerca de las redes sociales y la salud mental y el bienestar de los jóvenes. Uno de estos tiene que ver con la delgada línea que hay entre quienes hacen buen uso de las plataformas digitales y los que no. Para ser más exacta, si usted pasa entre hora y media y dos horas haciendo uso de estas, es el candidato perfecto y estará más propenso a sufrir síntomas de angustia, ansiedad, depresión y demás problemas de salud mental. Esto quiere decir que dependiendo del uso excesivo que se les dé, estas ejercen una presión psicológica bastante alta en sus usuarios al hacer de este mundo virtual uno paralelo donde todos y todo es perfecto, ‘vendiéndole’ al internauta una idea distorsionada del mundo real.
Asimismo hace una comparación entre redes sociales como Instagram, Snapchat y Twitter, siendo la primera en llevarse el título de tener el peor impacto en la salud mental de los adolescentes. Así también lo afirma Titania Jordan, directora de Innovación - CPO (Cheap Producer Office) – de Bark.us en Atlanta; plataforma digital que les permite a los padres monitorear el comportamiento de sus hijos en la web, identificando comportamientos de depresión, cyberbullying, sexting, suicidio y más.
“Las fotos de tus amigos han sido manipuladas para añadir bronceo, remover la celulitis y remover las estrías. Esta generación está sintiendo el peso de ‘La trampa de la comparación’ sin que se les haya dado la perspectiva necesaria para ver el cuadro completo…” “Tener más “likes” y nuevos “followers” les lleva a sentirse apreciados y validados, causando que quieran más y más”.
Y bueno, cuando tomé la decisión de cerrar mis redes sociales no me sentía adicta a estas. ¡Para nada!