El Túnel
Ernesto Sábato
XVII
Durante más de un mes nos vimos casi todos los días. No quiero rememorar en detalle todo lo
que sucedió en ese tiempo a la vez maravilloso y horrible. Hubo demasiadas cosas tristes para que
desee rehacerlas en el recuerdo.
María comenzó a venir al taller. La escena de los fósforos, con pequeñas variaciones, se había
reproducido dos o tres veces y yo vivía obsesionado con la idea de que su amor era, en el mejor dé
los casos, amor de madre o de hermana. De modo que la unión física se me aparecía como una
garantía de verdadero amor.
Diré desde ahora que esa idea fue una de las tantas ingenuidades mías, una de esas
ingenuidades que seguramente hacían sonreír a María a mis espaldas. Lejos de tranquilizarme, el
amor físico me perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de incomprensión,
crueles experimentos con María. Las horas que pasamos en el taller son horas que nunca olvidaré.
Mis sentimientos, durante todo ese período, oscilaron entre el amor más puro y el odio más
desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de María; de pronto me acometía
la duda de que todo era fingido. Por momentos parecía una adolescente púdica y de pronto se me
ocurría que era una mujer cualquiera, y entonces un largo cortejo de dudas desfilaba por mi mente:
¿dónde? ¿cómo? ¿quiénes? ¿cuándo?
En tales ocasiones, no podía evitar la idea de que María representaba la más sutil y atroz de
las comedias y de que yo era, entre sus manos, como un ingenuo chiquillo al que se engaña con
cuentos fáciles para que coma o duerma. A veces me acometía un frenético pudor, corría a vestirme y
luego me lanzaba a la calle, a tomar fresco y a rumiar mis dudas y aprensiones. Otros días, en
cambio, mi reacción era positiva y brutal: me echaba sobre ella, le agarraba los brazos como con
tenazas, se los retorcía y le clavaba la mirada en sus ojos, tratando de forzarle garantías de amor, de
verdadero amor.
Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir. Debo confesar que yo mismo no
sé lo que quiero decir con eso del "amor verdadero", y lo curioso es que, aunque empleé muchas
veces esa expresión en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido. ¿
Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la pasión física? Quizá la buscaba en mi desesperación de
comunicarme más firmemente con María. Yo tenía la certeza de que, en ciertas ocasiones,
lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más
desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer
reconstruir ciertos amores de un sueño. Sé que, de pronto, lográbamos algunos momentos de
comunión. Y el estar juntos atenuaba la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones,
seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas. Bastaba que nos
miráramos para saber que estábamos pensando o, mejor dicho, sintiendo lo mismo.
Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que sucedía después parecía
grosero o torpe. Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba
hasta qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban
nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa
fusión, a unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o
consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de
borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer; y entonces venían las
escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer
forzarle confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y todo era tan atroz que
cuando ella intuía que nos acercábamos al amor físico, trataba de rehuirlo. Al final había llegado a un
completo escepticismo y trataba de hacerme comprender que no solamente era inútil para nuestro
amor sino hasta pernicioso.
Con esta actitud sólo lograba aumentar mis dudas acerca de la naturaleza de su amor, puesto
que yo me preguntaba si ella no habría estado haciendo la comedia y entonces poder ella argüir que
el vínculo físico era pernicioso y de ese modo evitarlo en el futuro; siendo la verdad que lo detestaba
desde el comienzo y, por lo tanto, que era fingido su placer. Naturalmente, sobrevenían otras peleas
y era inútil que ella tratara de convencerme: sólo conseguía enloquecerme con nuevas y más sutiles
dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios.
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