El Túnel
Ernesto Sábato
Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo. Tal como lo había intuido, el rostro
de María sonreía. Es decir, ya no sonreía, pero había estado sonriendo un décimo de segundo antes.
Me ha sucedido a veces darme vuelta de pronto con la sensación de que me espiaban, no encontrar
a nadie y sin embargo sentir que la soledad que me rodeaba era reciente y que algo fugaz había
desaparecido, como si un leve temblor quedara vibrando en el ambiente. Era algo así.
—Has estado sonriendo —dije con rabia.
—¿Sonriendo? —preguntó asombrada.
—Sí, sonriendo: a mí no se me engaña tan fácilmente. Me fijo mucho en los detalles.
—¿En qué detalles te has fijado? —preguntó.
—Quedaba algo en tu cara. Rastros de una sonrisa.
—¿Y de qué podía sonreír? —volvió a decir con dureza.
—De mi ingenuidad, de mi pregunta si me querías verdaderamente o como a un chico, qué sé
yo... Pero habías estado sonriendo. De eso no tengo ninguna duda.
María se levantó de golpe.
—¿Qué pasa? —pregunté asombrado.
—Me voy —repuso secamente. Me levanté como un resorte.
—¿Cómo, que te vas?
—Sí, me voy.
—¿Cómo, que te vas? ¿Por qué?
No respondió. Casi la sacudí con los dos brazos.
—¿Por qué te vas?
—Temo que tampoco vos me entiendas. Me dio rabia.
—¿Cómo? Te pregunto algo que para mí es cosa de vida o muerte, en vez de responderme
sonreís y además te enojas. Claro que es para no entenderte.
—Imaginas que he sonreído —comentó con sequedad.
—Estoy seguro.
—Pues te equivocas. Y me duele infinitamente que hayas pensado eso.
No sabía qué pensar. En rigor, yo no había visto la sonrisa sino algo así como un rastro en una
cara ya seria.
—No sé, María, perdóname —dije abatido—. Pero tuve la seguridad de que habías sonreído.
Me quedé en silencio; estaba muy abatido. Al rato sentí que su mano tomaba mi brazo con
ternura. Oí en seguida su voz, ahora débil y dolorida:
—¿Pero cómo pudiste pensarlo?
—No sé, no sé —repuse casi llorando. Me hizo sentar nuevamente y me acarició la cabeza
como lo había hecho al comienzo.
—Te advertí que te haría mucho mal —me dijo al cabo de unos instantes de silencio—. Ya ves
como tenía razón.
—Ha sido culpa mía —respondí.
—No, quizá ha sido culpa mía —comentó pensativamente, como si hablase consigo misma.
"Qué extraño", pensé.
—¿Qué es lo extraño? —preguntó María.
Me quedé asombrado y hasta pensé (muchos días después) que era capaz de leer los
pensamientos. Hoy mismo no estoy seguro de que yo haya dicho aquellas palabras en voz alta, sin
darme cuenta.
—¿Qué es lo extraño? —volvió a preguntarme, porque yo, en mi asombro, no había
respondido.
—Qué extraño lo de tu edad.
—¿De mi edad?
—Sí, de tu edad. ¿Qué edad tenés? Rió.
—¿Qué edad crees que tengo?
29