El Túnel
Ernesto Sábato
No respondí en el instante. Dejé su brazo y quedé pensativo. ¿Para qué, en efecto? Hasta ese
momento no me había hecho con claridad la pregunta y más bien había obedecido a una especie de
instinto. Con una ramita comencé a trazar dibujos geométricos en la tierra.
—No sé —murmuré al cabo de un buen rato—. Todavía no lo sé.
Reflexionaba intensamente y con la ramita complicaba cada vez más los dibujos.
—Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos
corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas. No, no es eso...
Me sentía bastante tonto, de ninguna manera era esa mi forma de ser. Hice un gran esfuerzo
mental, ¿acaso yo no razonaba? Por el contrario, mi cerebro estaba constantemente razonando
como una máquina de calcular; por ejemplo, en esta misma historia ¿no me había pasado meses
razonando y barajando hipótesis y clasificándolas? Y, en cierto modo, ¿no había encontrado a María
al fin, gracias a mi capacidad lógica? Sentí que estaba cerca de la verdad, muy cerca, y tuve miedo
de perderla: hice un enorme esfuerzo.
Grité:
—¡No es que no sepa razonar! Al contrario, razono siempre. Pero imagine usted un capitán
que en cada instante fija matemáticamente su posición y sigue su ruta hacia el objetivo con un rigor
implacable. Pero que no sabe por qué va hacia ese objetivo, ¿entiende?
Me miró un instante con perplejidad; luego volvió nuevamente a mirar el árbol.
—Siento que usted será algo esencial para lo que tengo que hacer, aunque todavía no me doy
cuenta de la razón.
Volví a dibujar con la ramita y seguí haciendo un gran esfuerzo mental. Al cabo de un tiempo,
agregué:
—Por lo pronto sé que es algo vinculado a la escena de la ventana: usted ha sido la única
persona que le ha dado importancia.
—Yo no soy crítico de arte —murmuró. Me enfurecí y grité:
—¡No me hable de esos cretinos!
Se dio vuelta sorprendida. Yo bajé entonces la voz y le expliqué por qué no creía en los críticos
de arte: en fin, la teoría del bisturí y todo eso. Me escuchó siempre sin mirarme y cuando yo terminé
comentó:
—Usted se queja, pero los críticos siempre lo han elogiado.
Me indigné.
—¡Peor para mí! ¿No comprende? Es una de las cosas que me han amargado y que me han
hecho pensar que ando por el mal camino. Fíjese por ejemplo lo que ha pasado en este salón: ni uno
solo de esos charlatanes se dio cuenta de la importancia de esa escena. Hubo una sola persona que
le ha dado importancia: usted. Y usted no es un crítico. No, en realidad hay otra persona que le ha
dado importancia, pero negativa: me lo ha reprochado, le tiene aprensión, casi asco. En cambio,
usted...
Siempre mirando hacia adelante dijo, lentamente:
—¿Y no podría ser que yo tuviera la misma opinión?
—¿Qué opinión?
—La de esa persona.
La miré ansiosamente; pero su cara, de perfil, era inescrutable, con sus mandíbulas apretadas.
Respondí con firmeza:
—Usted piensa como yo.
—¿Y qué es lo que piensa usted?
—No sé, tampoco podría responder a esa pregunta. Mejor podría decirle que usted siente
como yo. Usted miraba aquella escena como la habría podido mirar yo en su lugar.
No sé qué piensa y tampoco sé lo que pienso yo, pero sé que piensa como yo.
—¿Pero entonces usted no piensa sus cuadros?
—Antes los pensaba mucho, los construía como se construye una casa. Pero esa escena no:
sentía que debía pintarla así, sin saber bien por qué. Y sigo sin saber. En realidad, no tiene nada que
ver con el resto del cuadro y hasta creo que uno de esos idiotas me lo hizo notar. Estoy caminando a
tientas, y necesito su ayuda porque sé que siente como yo.
17