- ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! ¡Acaba con ella!
Cayeron los palos y de la gran boca formada por el nuevo círculo salieron crujidos, y
gritó. La fiera estaba de rodillas en el centro, sus brazos doblados sobre la cara. Gritaba,
en medio del espantoso ruido, acerca de un cuerpo en la colina. La fiera avanzó con
esfuerzo, rompió el círculo y cayó por el empinado borde de la roca a la arena, junto al
agua. Inmediatamente, salió el grupo tras ella; los muchachos saltaron la roca, cayeron
sobre la fiera, gritaron, golpearon, mordieron, desgarraron. No se oyó palabra alguna y no
hubo otro movimiento que el rasgar de dientes y uñas. Se abrieron entonces las nubes y
el agua cayó como una cascada. Se precipitó desde la cima de la montaña; destrozó
hojas y ramas de los árboles; se vertió como una ducha fría sobre el montón que luchaba
en la arena. Al fin, el montón se deshizo y los muchachos se alejaron tambaleándose.
Sólo la fiera yacía inmóvil a unos cuantos metros del mar. A pesar de la lluvia, pudieron
ver lo pequeña que era. Su sangre comenzaba ya a manchar la arena.
Un fuerte viento sesgó la lluvia, haciendo que cayera en cascadas el agua de los
árboles del bosque. En la cima de la montaña, el paracaídas se infló y agitó; se deslizó la
figura; se incorporó; giró; bajó balanceándose por una vasta extensión de aire húmedo y
paseó con movimientos desgarbados sobre las copas de los árboles. Bajando poco a
poco, siguió en dirección a la playa, y los muchachos huyeron gritando hacia la oscuridad.
El paracaídas impulsó a la figura hacia adelante, surcó con ella la laguna y la arrojó, sobre
el arrecife, al mar.
A medianoche dejó de llover y las nubes se alejaron. El cielo se pobló una vez más con
los increíbles fanalillos de las estrellas. Después, también la brisa se calmó y no hubo otro
ruido que el del agua al gotear y chorrear por las grietas y sobre las hojas hasta entrar en
la parda tierra de la isla. El aire era fresco, húmedo y transparente; al poco tiempo cesó
incluso el sonido del agua. El monstruo yacía acurrucado sobre la pálida playa; las
manchas se iban extendiendo muy lentamente.
El borde de la laguna se convirtió en una veta fosforescente que avanzaba por
instantes al elevarse la gran ola de la marea. El agua transparente reflejaba la claridad del
cielo y las constelaciones, resplandecientes y angulosas. La línea fosforescente se
curvaba sobre los guijarros y los granos de arena; retenía a cada uno en un círculo de
tensión, para de improviso acogerlos con un murmullo imperceptible y proseguir su
recorrido.
A lo largo de la playa, en las aguas someras, la progresiva claridad se hallaba poblada
de extrañas criaturas minúsculas con cuerpos bañados por la luna y ojos chispeantes.
Aquí y allá aparecía algún guijarro de mayor tamaño, aferrado a su propio espacio y
cubierto de una capa de perlas. La marea llenaba los hoyos formados en la arena por la
lluvia y lo pulía todo con un baño argentado. Rozó la primera mancha de las que fluían del
destrozado cuerpo y las extrañas criaturas del mar formaron un reguero móvil de luz al
concentrarse en su borde. El agua avanzó aún más y puso brillo en la áspera melena de
Simón. La línea de su mejilla se iluminó de plata y la curva del hombro se hizo mármol
esculpido. Las extrañas criaturas del cortejo, con sus ojos chispeantes y rastros de vapor,
se animaron en torno a la cabeza. El cuerpo se alzó sobre la arena apenas un centímetro
y una burbuja de aire escapó de la boca con un chasquido húmedo. Luego giró
suavemente en el agua.
En algún lugar, sobre la oscurecida curva del mundo, el sol y la luna tiraban de la
membrana de agua del planeta terrestre, levemente hinchada en uno de sus lados,
sosteniéndola mientras la sólida bola giraba. Siguió avanzando Ja gran ola de la marea a
lo largo de la isla y el agua se elevó. Suavemente, orlado de inquisitivas y brillantes
criaturas, convertido en una forma de plata bajo las inmóviles constelaciones, el cuerpo
muerto de Simón se alejó mar adentro.
Piggy observó atentamente la figura que se aproximaba. Había descubierto que a
veces veía mejor si se quitaba las gafas y aplicaba su única lente al otro ojo. Pero