EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 83

¡Caliente, caliente, caliente! ¿Que soy la causa de que todo salga mal? ¿De que las cosas sean como son? La risa trepidó de nuevo. - Vamos - dijo el Señor de las Moscas -, vuelve con los demás y olvidaremos lo ocurrido. La cabeza de Simón oscilaba. Sus ojos entreabiertos parecían imitar a aquella cosa sucia clavada en una estaca. Sabía que iba a tener una de sus crisis. El Señor de las Moscas se iba hinchando como un globo. - Esto es absurdo. Sabes muy bien que sólo me encontrarás allá abajo, así que, ¡no intentes escapar! El cuerpo de Simón estaba rígido y arqueado. El Señor de las Moscas habló con la voz de un director de colegio. - Esto pasa de la raya, jovencito. Estás equivocado, ¿o es que crees saber más que yo? Hubo una pausa. - Te lo advierto. Vas a lograr que me enfade. ¿No lo entiendes? Nadie te necesita. ¿Entiendes? Nos vamos a divertir en esta isla. ¿Entiendes? ¡Nos vamos a divertir en esta isla! Así que no lo intentes, jovencito, o si no... Simón se encontró asomado a una enorme boca. Dentro de ella reinaba una oscuridad que se iba extendiendo poco a poco. -...O si no - dijo el Señor de las Moscas -, acabaremos contigo. ¿Has entendido? Jack, y Roger, y Maurice, y Robert, y Bill, y Piggy, y Ralph. Acabaremos contigo, ¿has entendido? Simón estaba en el interior de la boca. Cayó al suelo y perdió el conocimiento. Las nubes seguían acumulándose sobre la isla. Durante todo el día, una corriente de aire caliente se fue elevando de la montaña y subió a más de tres mil metros de altura; turbulentas masas de gases acumularon electricidad estática hasta que el aire pareció a punto de estallar. Al llegar la tarde, el sol se había ocultado y un resplandor broncíneo vino a reemplazar la clara luz del día. Incluso el aire que llegaba del mar era asfixiante, sin ofrecer alivio alguno. Los colores del agua se diluían, y los árboles y la rosada superficie de las rocas, al igual que las nubes blancas y oscuras, emanaban tristeza. Todo se paralizaba, salvo las moscas, que poco a poco ennegrecían a su Señor y daban a la masa de intestinos el aspecto de un montón de brillantes carbones. Ignoraron por completo a Simón, incluso al rompérsele una vena de la nariz y brotarle la sangre; preferían el fuerte sabor del cerdo. Al fluir la sangre, el ataque de Simón se convirtió en cansancio y sueño. Quedó tumbado en la estera de lianas mientras la tarde avanzaba y el cañón seguía tronando. Por fin despertó y vio, con ojos aún adormecidos, la oscura tierra junto a su mejilla. Pero tampoco entonces se movió; permaneció echado, con un lado del rostro pegado a la tierra, observando confusamente lo que tenía enfrente. Después se dio vuelta, dobló las piernas y se asió a las lianas para ponerse en pie. Al temblar estas, las moscas huyeron con un maligno zumbido, pero en seguida volvieron a aferrarse a la masa de intestinos. Simón se levantó. La luz parecía llegar de otro mundo. El Señor de las Moscas pendía de su estaca como una pelota negra Simón habló en voz alta, dirigiéndose al espacio en claro. - ¿Qué otra cosa puedo hacer? Nadie le contestó. Se apartó del claro y se arrastró entre las lianas hasta llegar a la penumbra del bosque. Caminó penosamente entre los árboles, con el rostro vacío de expresión, seca ya la sangre alrededor de la boca y la barbilla. Pero a veces, cuando apartaba las lianas y elegía la orientación según la pendiente del terreno, pronunciaba palabras que nunca alcanzaban el aire. A partir de un punto, los árboles estaban menos festoneados de lianas y entre ellos podía verse la difusa luz ambarina que derramaba el cielo. Aquélla era la espina dorsal de la isla, un terreno ligeramente más elevado, al pie de la montaña, donde el bosque no