- Estad bien atentos, porque puede haberme seguido. Una lluvia de ceniza cayó en
torno a ellos. Jack se incorporó.
- Vi algo que se hinchaba, en la montaña.
- Te lo imaginarías - dijo Ralph con voz trémula -, porque no hay nada que se hinche.
No hay seres así.
Habló Roger y ambos se sobresaltaron porque se habían olvidado de él.
- Las ranas.
Jack rió tontamente y se estremeció.
- Menuda rana. Y, además, oí un ruido. Algo que hacía ¡paf! Y entonces se infló la cosa
esa.
Ralph se sorprendió a sí mismo, no tanto por la calidad de su voz, que no temblaba,
sino por la bravata que llevaba su invitación:
- Vamos a echar un vistazo.
Ralph, por primera vez desde que conocía a Jack, le vio dudar:
- ¿Ahora...?
Su voz habló por él.
- Pues claro.
Se levantó y comenzó a andar sobre las crujientes cenizas hacia la sombría altura,
seguido por los otros dos.
Ante el silencio de su voz física, la voz íntima de la razón y otras voces se hicieron
escuchar. Piggy le llamó crío. Otra voz le decía que no fuese loco; y la oscuridad y la
arriesgada empresa daban a la noche el carácter irreal que adquieren las cosas desde el
sillón del dentista.
Al llegar a la última cuesta, Jack y Roger se acercaron y dejaron de ser dos manchas
de tinta para convertirse en figuras discernibles. Se detuvieron por común acuerdo y se
apretaron uno junto al otro. Tras ellos, en el horizonte, destacaba un trozo de cielo más
claro, donde surgiría la luna de un momento a otro. Rugió el viento en el bosque y los
harapos se pegaron a sus cuerpos.
Ralph urgió:
- Vamos.
Avanzaron sigilosamente, Roger algo rezagado. Jack y Ralph cruzaron juntos la
cumbre de la montaña. La extensión centelleante de la laguna yacía bajo ellos y más lejos
se veía una larga mancha blanca, que era el arrecife. Roger se unió a ellos.
Jack murmuró:
- Vamos a acercarnos a gatas; a lo mejor está durmiendo.
Roger y Ralph avanzaron, mientras Jack se quedaba esa vez atrás, a pesar de sus
valientes palabras. Llegaron a la cumbre roma, donde las manos y las rodillas sentían la
dureza de la roca.
Una criatura que se inflaba.
Ralph metió la mano en la fría y suave ceniza de la hoguera y sofocó un grito. Le
temblaban la mano y el hombro por aquel inesperado contacto. Unas lucecillas verdes de
náuseas aparecieron por un momento y horadaron la oscuridad. Roger estaba detrás de
él y Jack tenía la boca pegada a su oreja.
- Allí, entre las rocas, donde antes había un hueco. Una especie de bulto... ¿lo ves?
La hoguera apagada sopló ceniza a la cara de Ralph. No podía ver ni el hueco ni nada,
porque las lucecillas verdes volvían a abrirse y extenderse y la cima de la montaña se iba
inclinando hacia un lado. Una vez más volvió a oír el murmullo de Jack, desde muy lejos.
- ¿Miedo?
No se sentía asustado, sino más bien paralizado; colgado, sin poder moverse, en la
cima de una montaña que empequeñecía y oscilaba. Jack se escurrió a un lado; Roger
tropezó, se orientó a tientas, mientras sus respiración silbaba, y siguió adelante. Les oyó
decirse en voz baja: