niñez más risueña, sonrió con ironía. Dio media vuelta y caminó hacia la plataforma con el
sol en el rostro. Había llegado la hora de la asamblea y mientras se adentraba en las
cegadoras maravillas de la luz del sol, repasó detalladamente cada punto de su discurso.
No había lugar para equívocos de ninguna clase ni para escapadas tras imaginarias...
Se perdió en un laberinto de pensamientos que resultaban oscuros por no acertar a
expresarlos con palabras. Molesto, lo intentó de nuevo.
Esa reunión debía ser cosa seria, nada de juegos.
Decidido, caminó más deprisa, captando a la vez lo urgente del asunto, el ocaso del sol
y la ligera brisa que su precipitado paso levantaba en torno suyo. Aquel vientecillo le
apretaba la camisa gris contra el pecho y le hizo advertir - gracias a aquella nueva lucidez
de su mente - la desagradable rigidez de los pliegues, tiesos como el cartón. También se
fijó en los bordes raídos de los pantalones, cuyo roce estaba formando una zona rosa y
molesta en sus muslos. Con una convulsión de la mente, Ralph halló suciedad y
podredumbre por doquier; comprendió lo mucho que le desagradaba tener que apartarse
continuamente de los ojos los cabellos enmarañados y descansar, cuando por fin el sol
desaparecía, envuelto en hojas secas y ruidosas. Pensando en todo aquello, echó a
correr.
La playa, junto a la poza, aparecía salpicada de grupos de muchachos que aguardaban
el comienzo de la reunión. Le abrieron paso en silencio, conscientes todos ellos de su
malhumor y de la torpeza cometida con la hoguera.
El lugar de la asamblea donde él estaba añora tenía más o menos la forma de un
triángulo, pero irregular y tosco como todo lo que hacían en la isla. Estaba en primer lugar
el tronco sobre el cual él se sentaba: un árbol muerto que debía de haber tenido un
tamaño extraordinario para aquella plataforma. Quizá llegase hasta allí arrastrado por una
de esas legendarias tormentas del Pacífico. Aquel tronco de palmera yacía paralelo a la
playa, de manera que al sentarse Ralph se encontraba de cara a la isla, pero los
muchachos le veían como una oscura figura contra el resplandor de la laguna. Los dos
lados del triángulo, cuya base era aquel tronco, se recortaban de modo menos preciso. A
la derecha había un tronco, pulido en su cara superior por haber servido ya mucho de
inquieto asiento, más pequeño que el del jefe y menos cómodo. A la izquierda se hallaban
cuatro troncos pequeños, el más alejado de los cuales parecía tener un molesto resorte.
Innumerables asambleas se habían visto interrumpidas por las risas cuando, al inclinarse
alguien demasiado hacia atrás, el tronco había sacudido a media docena de muchachos
lanzándolos a la hierba. Sin embargo, según podía reflexionar ahora, no se le había
ocurrido aún a nadie - ni a él mismo, ni a Jack, ni a Piggy - traer una piedra y calzarlo.
Seguirían así, aguantando el caprichoso balanceo de aquel columpio, porque, porque...
De nuevo se vio perdido en aguas profundas.
La hierba estaba agostada junto a cada tronco, pero crecía alta y virgen en el centro del
triángulo. En el vértice, la hierba recobraba su espesor, pues nadie se sentaba allí.
Alrededor del área de la asamblea se alzaban los troncos grises, derechos o inclinados,
sosteniendo el bajo techo de hojas. A ambos lados se hallaba la playa; detrás, la laguna;
enfrente, la oscuridad de la isla.
Ralph se dirigió al asiento del jefe. Nunca habían tenido una asamblea a hora tan
tardía. Por eso tenía el lugar un aspecto tan distinto. El verde techo solía estar alumbrado
desde abajo por una red de dorados reflejos y sus rostros se encendían al revés, como
cuando se sostiene una linterna eléctrica en las manos, pensó Ralph. Pero ahora el sol
caía de costado y las sombras estaban donde debían estar.
Se entregó una vez más a aquel nuevo estado especulativo, tan ajeno a él. Si los
rostros cambiaban de aspecto, según les diese la luz desde arriba o desde abajo, ¿qué
era en realidad un rostro? ¿Qué eran las cosas?
Ralph se movió impaciente. Lo malo de ser jefe era que había que pensar, había que
ser prudente. Y las ocasiones se esfumaban tan rápidamente que era necesario aferrarse