EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 11

Ralph unos labios húmedos; parecía no haberles alcanzado piel para ellos, por lo que el perfil de sus rostros se veía borroso y las bocas tirantes, incapaces de cerrarse. Piggy inclinó sus gafas deslumbrantes hasta casi tocar a los mellizos. Se le oía, entre los estallidos de la caracola, repetir sus nombres: - Sam, Eric, Sam, Eric. Después se confundió; los mellizos movieron las cabezas y señalaron el uno al otro. El grupo entero rió. Por fin dejó Ralph de sonar la caracola y con ella en una mano se sentó, la cabeza entre las rodillas. Las risas se fueron apagando al mismo tiempo que los ecos y se hizo el silencio. Algo oscuro andaba a tientas dentro del rombo brumoso de la playa. El primero que lo vio fue Ralph y su atenta mirada acabó por arrastrar hacia aquel lugar la vista de los demás. La criatura salió del área del espejismo y entró en la transparente arena, y vieron entonces que no toda aquella oscuridad era una sombra, sino, en su mayor parte, ropas. La criatura era un grupo de chicos que marchaban casi a compás, en dos filas paralelas. Vestían de extraña manera. Llevaban en la mano pantalones, camisas y otras prendas, pero cada muchacho traía puesta una gorra negra cuadrada con una insignia de plata. Capas negras con grandes cruces plateadas al lado izquierdo del pecho cubrían sus cuerpos desde la garganta a los tobillos, y los cuellos acababan rematados por golas blancas. El calor del trópico, el descenso, la búsqueda de alimentos y ahora esta caminata sudorosa a lo largo de la playa ardiente habían dado a la piel de sus rostros el aspecto de una ciruela recién lavada. El muchacho al mando del grupo vestía de la misma forma, pero la insignia de su gorra era dorada. Cuando su grupo se encontró a unos diez metros de la plataforma, gritó una orden y todos se pararon, jadeantes, sudorosos, balanceándose en la rabiosa luz. El propio jefe dio unos pasos al frente, saltó a la plataforma, revoloteando su capa, y se asomó a lo que para él era casi total oscuridad. - ¿Dónde está el hombre de la trompeta? Ralph, al advertir en el otro la ceguera del sol, contestó: - No hay ningún hombre con trompeta. Era yo. El muchacho se acercó y, fruncido el entrecejo, miró a Ralph. Lo que pudo ver de aquel muchacho rubio con una caracola de color cremoso no pareció satisfacerle. Se volvió rápidamente y su capa negra giró en el aire. - ¿Entonces no hay ningún barco? Se le veía alto, delgado y huesudo dentro de la capa flotante; su pelo rojo resaltaba bajo la gorra negra. Su cara, de piel cortada y pecosa, era fea, pero no la de un tonto. Dos ojos de un azul claro que destacaban en aquel rostro, indicaban su decepción, pronta a transformarse en cólera. - ¿No hay ningún hombre aquí? Ralph habló a su espalda. - No. Pero vamos a tener una reunión. Quedaos con nosotros. El grupo empezó a deshacer la formación y el muchacho alto gritó: - ¡Atención! ¡Quieto el coro! El coro, obedeciendo con cansancio, volvió a agruparse en filas y permaneció balanceándose al sol. Pero unos cuantos empezaron a protestar tímidamente. - Por favor, Merridew. Por favor..., ¿por qué no nos dejas? En aquel momento uno de los muchachos se desplomó de bruces en la arena y la fila se deshizo. Alzaron al muchacho a la plataforma y le dejaron allí sobre el suelo. Merridew le miró fijamente y después trató de corregir lo hecho. - De acuerdo. Sentaos. Dejadle solo. - Pero, Merridew... - Siempre se está desmayando - dijo Merridew -. Hizo lo mismo en Gibraltar y en Addis, y en los maitines se cayó encima del chantre.