Ralph unos labios húmedos; parecía no haberles alcanzado piel para ellos, por lo que el
perfil de sus rostros se veía borroso y las bocas tirantes, incapaces de cerrarse. Piggy
inclinó sus gafas deslumbrantes hasta casi tocar a los mellizos. Se le oía, entre los
estallidos de la caracola, repetir sus nombres:
- Sam, Eric, Sam, Eric.
Después se confundió; los mellizos movieron las cabezas y señalaron el uno al otro. El
grupo entero rió.
Por fin dejó Ralph de sonar la caracola y con ella en una mano se sentó, la cabeza
entre las rodillas. Las risas se fueron apagando al mismo tiempo que los ecos y se hizo el
silencio.
Algo oscuro andaba a tientas dentro del rombo brumoso de la playa. El primero que lo
vio fue Ralph y su atenta mirada acabó por arrastrar hacia aquel lugar la vista de los
demás. La criatura salió del área del espejismo y entró en la transparente arena, y vieron
entonces que no toda aquella oscuridad era una sombra, sino, en su mayor parte, ropas.
La criatura era un grupo de chicos que marchaban casi a compás, en dos filas paralelas.
Vestían de extraña manera. Llevaban en la mano pantalones, camisas y otras prendas,
pero cada muchacho traía puesta una gorra negra cuadrada con una insignia de plata.
Capas negras con grandes cruces plateadas al lado izquierdo del pecho cubrían sus
cuerpos desde la garganta a los tobillos, y los cuellos acababan rematados por golas
blancas. El calor del trópico, el descenso, la búsqueda de alimentos y ahora esta
caminata sudorosa a lo largo de la playa ardiente habían dado a la piel de sus rostros el
aspecto de una ciruela recién lavada. El muchacho al mando del grupo vestía de la misma
forma, pero la insignia de su gorra era dorada. Cuando su grupo se encontró a unos diez
metros de la plataforma, gritó una orden y todos se pararon, jadeantes, sudorosos,
balanceándose en la rabiosa luz. El propio jefe dio unos pasos al frente, saltó a la
plataforma, revoloteando su capa, y se asomó a lo que para él era casi total oscuridad.
- ¿Dónde está el hombre de la trompeta? Ralph, al advertir en el otro la ceguera del sol,
contestó:
- No hay ningún hombre con trompeta. Era yo.
El muchacho se acercó y, fruncido el entrecejo, miró a Ralph. Lo que pudo ver de aquel
muchacho rubio con una caracola de color cremoso no pareció satisfacerle. Se volvió
rápidamente y su capa negra giró en el aire.
- ¿Entonces no hay ningún barco?
Se le veía alto, delgado y huesudo dentro de la capa flotante; su pelo rojo resaltaba
bajo la gorra negra. Su cara, de piel cortada y pecosa, era fea, pero no la de un tonto. Dos
ojos de un azul claro que destacaban en aquel rostro, indicaban su decepción, pronta a
transformarse en cólera.
- ¿No hay ningún hombre aquí? Ralph habló a su espalda.
- No. Pero vamos a tener una reunión. Quedaos con nosotros.
El grupo empezó a deshacer la formación y el muchacho alto gritó:
- ¡Atención! ¡Quieto el coro!
El coro, obedeciendo con cansancio, volvió a agruparse en filas y permaneció
balanceándose al sol. Pero unos cuantos empezaron a protestar tímidamente.
- Por favor, Merridew. Por favor..., ¿por qué no nos dejas?
En aquel momento uno de los muchachos se desplomó de bruces en la arena y la fila
se deshizo. Alzaron al muchacho a la plataforma y le dejaron allí sobre el suelo. Merridew
le miró fijamente y después trató de corregir lo hecho.
- De acuerdo. Sentaos. Dejadle solo.
- Pero, Merridew...
- Siempre se está desmayando - dijo Merridew -. Hizo lo mismo en Gibraltar y en Addis,
y en los maitines se cayó encima del chantre.