Chillaron los pájaros y algunos animalillos cruzaron rápidos. Ralph se quedó sin aliento; la
octava se desplomó, transformada en un quejido apagado, en un soplo de aire.
Enmudeció la caracola; era un colmillo brillante El rostro de Ralph se había amoratado
por el esfuerzo, y el clamor de los pájaros y el resonar de los ecos llenaron el aire de la
isla.
- Te apuesto a que se puede oír eso a más de un kilómetro.
Ralph recobró el aliento y sopló de nuevo, produciendo unos cuantos estallidos breves.
- ¡Ahí viene uno!, exclamó Piggy.
Entre las palmeras, a unos cien metros de la playa, había aparecido un niño. Tendría
seis años, más o menos; era rubio y fuerte, con la ropa destrozada y la cara llena de
manchones de fruta. Se había bajado los pantalones por una razón evidente y los llevaba
a medio subir. Saltó de la terraza de palmeras a la arena y los pantalones cayeron a los
tobillos; los abandonó allí y corrió a la plataforma. Piggy le ayudó a subir. Entre tanto,
Ralph seguía sonando la caracola hasta que un griterío llegó del bosque. El pequeño, en
cuclillas frente a Ralph, alzó hacia él la cabeza con una alegre mirada. Al comprender que
algo serio se preparaba allí quedó tranquilo y se metió en la boca el único dedo que le
quedaba limpio: un pulgar rosado.
Piggy se inclinó hacia él.
- ¿Cómo te llamas?
- Johnny.
Murmuró Piggy el nombre para sí y luego lo gritó a Ralph, que no le prestó atención
porque seguía soplando la caracola. Tenía el rostro oscurecido por el violento placer de
provocar aquel ruido asombroso y el corazón le sacudía la tirante camisa. El vocerío del
bosque se aproximaba.
Se divisaban ahora señales de vida en la playa. La arena, temblando bajo la bruma del
calor, ocultaba muchos cuerpos a lo largo de sus kilómetros de extensión; unos
muchachos caminaban hacia la plataforma a través de la arena caliente y muda. Tres
chiquillos, de la misma edad que Johnny, surgieron por sorpresa de un lugar inmediato,
donde habían estado atracándose de fruta Un niño de pelo oscuro, no mucho más joven
que Piggy, se abrió paso entre la maleza, salió a la plataforma y sonrió alegremente a
todos. A cada momento llegaban más. Siguieron el ejemplo involuntario de Johnny y se
sentaron a esperar en los caídos troncos de las palmeras. Ralph siguió lanzando
estallidos breves y penetrantes. Piggy se movía entre el grupo, preguntaba su nombre a
cada uno y fruncía el ceño en un esfuerzo por recordarlos. Los niños le respondían con la
misma sencilla obediencia que habían prestado a los hombres de los megáfonos. Algunos
de ellos iban desnudos y cargaban con su ropa; otros, medio desnudos o medio vestidos
con los uniformes colegiales: jerseys o chaquetas grises, azules, marrones. Jerseys y
medias llevaban escudos, insignias y rayas de color indicativas de los colegios. Sus
cabezas se apiñaban bajo la sombra verde: cabezas de pelo castaño oscuro o claro,
negro, rubio claro u oscuro, pelirrojas... Cabezas que murmuraban, susurraban, rostros de
ojos inmensos que miraban con interés a Ralph. Algo se preparaba allí.
Los niños que se acercaban por la playa, solos o en parejas, se hacían visibles al
cruzar la línea que separaba la bruma cálida de la arena cercana. Y entonces la vista de
quien miraba en esa direcc ión se veía atraída primero por una criatura negra, semejante a
un murciélago, danzando en la arena, y sólo después percibía el cuerpo que se sostenía
sobre ella. El murciélago era la sombra de un niño, y el sol, que caía verticalmente, la
reducía a una mancha entre los pies presurosos. Sin soltar la caracola, Ralph se fijó en la
última pareja de cuerpos que alcanzaba la plataforma, suspendidos sobre una temblorosa
mancha negra. Los dos muchachos, con cabezas apepinadas y cabellos como la estopa,
se tiraron a los pies de Ralph, sonriéndole y jadeando como perros. Eran mellizos, y la
vista, ante aquella alegre duplicación, quedaba sorprendida e incrédula. Respiraban a la
vez, se reían a la vez y ambos eran de aspecto vivo y cuerpo rechoncho. Alzaron hacia