-...a convocar una asamblea.
Los salvajes que guardaban el istmo murmuraron entre sí sin moverse. Ralph dio unos
cuantos pasos hacia delante. A sus espaldas susurró una voz con urgencia:
- No me dejes solo, Ralph.
- Arrodíllate - dijo Ralph de lado - y espera hasta que yo vuelva.
Se detuvo en el centro del istmo y miró de frente a los salvajes. Gracias a la libertad
que la pintura les concedía, se habían atado el pelo por detrás y estaban mucho más
cómodos que él. Ralph se prometió a sí mismo atarse el pelo de la misma manera cuando
regresase. En realidad sentía deseos de decirles que esperasen un momento y atárselo
allí mismo, pero eso era imposible. Los salvajes prorrumpieron en burlonas risitas durante
unos instantes, y uno de ellos señaló a Ralph con su lanza. Roger se inclinó desde lo alto
para ver lo que ocurría, después de apartar su mano de la palanca. Los muchachos que
aguardaban en el istmo parecían estar dentro de un charco formado por sus propias
sombras, del que sólo sobresalían las greñas de las cabezas. Piggy seguía agachado; su
espalda era algo tan informe como un saco.
- Voy a reunir la asamblea.
Silencio.
Roger cogió una piedra pequeña y la arrojó entre los mellizos con intención de fallar.
Ambos se estremecieron y Sam estuvo a punto de caer a tierra. Una extraña sensación
de poder empezaba a latir en el cuerpo de Roger.
Ralph habló de nuevo, elevando la voz:
- Voy a reunir la asamblea.
Les recorrió a todos con la mirada.
- ¿Dónde está Jack?
Los muchachos se agitaron y consultaron entre sí. Un rostro pintado habló con la voz
de Robert.
- Está cazando. Y ha dicho que no os dejemos entrar.
- He venido por lo del fuego - dijo Ralph - y por lo de las gafas de Piggy.
Los que formaban el grupo frente a él se agitaron como una masa flotante, y sus risas
ligeras y excitadas resonaron entre las altas rocas y fueron devueltas por estas.
Una voz habló a espaldas de Ralph.
- ¿Qué quieres?
Los mellizos saltaron al otro lado de Ralph y quedaron entre él y la entrada. Ralph se
volvió rápidamente. Jack, reconocible por la fuerza de su personalidad y la melena roja,
venía del bosque. A cada lado de él se arrodillaba un cazador. Los tres se escondían tras
las máscaras negras y verdes de pintura. En la hierba, detrás de ellos, habían depositado
el cuerpo ventrudo y decapitado de una jabalina.
Piggy gimió:
- ¡Ralph! ¡No me dejes solo!
Abrazó la roca con grotesco cuidado, apretándose contra ella, de espaldas al mar y a
su ruido de succión. Las risas de los salvajes se convirtieron en abierta burla.
Jack gritó por encima de aquel ruido:
- Ya te puedes largar, Ralph. Tú quédate en tu lado de la isla. Éste es mi lado y esta es
mi tribu. Así que déjame en paz.
Las burlas se desvanecieron.
- Birlaste las gafas de Piggy - dijo Ralph excitado - y tienes que devolverlas.
- ¿Ah sí? ¿Y quién lo dice? Ralph se volvió a él con violencia.
- ¡Lo digo yo! Para eso me votasteis como jefe, ¿Es que no has oído la caracola? Fue
un jugada sucia..., te habríamos dado fuego si lo hubieras pedido...
La sangre le acudió a las mejillas y su ojo lastimado le parecía a punto de estallar.
- Podías haber pedido fuego cuando quisieras, pero no: tuviste que venir a escondidas,
como un ladrón, a robarle a Piggy sus gafas.