Emprendieron la marcha por la playa. Ralph abría la formación, cojeando un poco, con
la lanza al hombro. Veía las cosas medio cubiertas por el temblor de la bruma, creada por
el calor de la arena centelleante, y por su melena y las heridas. Los mellizos caminaban
tras él, con cierta preocupación en aquellos momentos, pero rebosantes de inagotable
vitalidad; hablaban poco y llevaban a rastras las lanzas, porque Piggy se había dado
cuenta de que podía verlas moverse sobre la arena si miraba hacia abajo y protegía del
sol sus ojos cansados. Marchaba, pues, entre los dos palos, con la caracola
cuidadosamente protegida con ambas manos. Avanzaban por la playa en grupo
compacto, acompañados de cuatro sombras como láminas que bailaban y se
entremezclaban bajo ellos. No quedaba señal alguna de la tormenta y la playa relucía
como la hoja de una navaja recién afilada. El cielo y la montaña se encontraban a enorme
distancia, vibrando en medio del calor; por espejismo, el arrecife flotaba en el aire, en una
especie de laguna plateada, a media distancia del cielo.
Atravesaron el lugar donde la tribu había celebrado su danza. Los palos carbonizados
seguían sobre las rocas, allí donde la lluvia los había apagado, pero al borde del agua la
arena había recobrado su uniforme superficie. Pasaron aquel lugar en silencio. No
dudaban que encontrarían a la tribu en el Peñón del Castillo, y cuando este apareció ante
ellos se detuvieron todos a la vez. A su izquierda se encontraba la espesura más densa
de toda la isla, una masa de tallos entrelazados, negra, verde, impenetrable; y frente a
ellos se mecía la alta hierba de una pradera. Ralph dio unos pasos hacia delante.
Allí estaba la aplastada hierba donde iodos habían descansado mientras él fue a
explorar. Y también el istmo de tierra y el saliente que rodeaba el peñón; y allí, en lo alto,
estaban los rojizos pináculos.
- Sam le tocó el brazo.
- Humo.
Una leve señal de humo vacilaba en el aire al otro lado del peñón.
- Vaya un fuego..., por lo menos no lo parece. Ralph se volvió.
- ¿Y por qué nos escondemos?
Atravesó la pantalla de hierba hasta llegar al pequeño descampado que conducía a la
estrecha lengua de tierra.
- Vosotros dos seguid detrás. Yo iré en cabeza, y a un paso de mí, Piggy. Tened las
lanzas preparadas.
Piggy miró con ansiedad el luminoso velo que colgaba entre él y el mundo.
- ¿No será peligroso? ¿No hay un acantilado? Oigo el ruido del mar.
- Tú camina pegado a mí.
Ralph llegó al istmo. Dio con el pie a una piedra que rodó hasta el agua. En aquel
momento el mar aspiró y dejó al descubierto un cuadrado rojo, tapizado de algas, a
menos de quince metros del brazo izquierdo de Ralph.
- ¿No me pasará nada? - dijo Piggy tembloroso -, me siento muy mal...
Desde lo alto de los pináculos llegó un grito repentino, y tras él la imitación de un grito
de guerra al cual contestaron una docena de voces tras el peñón.
- Dame la caracola y quédate quieto.
- ¡Alto! ¿Quién va?
Ralph echó la cabeza hacia atrás y pudo adivinar el oscuro rostro de Roger en la cima.
- ¡Sabes muy bien quién soy! - gritó - ¡Deja de hacer tonterías!
Se llevó la caracola a los labios y empezó a sonarla. Aparecieron unos cuantos
salvajes, que comenzaron a bajar por el saliente en dirección al istmo; sus rostros
pintarrajeados les hacían irreconocibles. Llevaban lanzas y se preparaban para defender
la entrada. Ralph siguió tocando, sin hacer caso del terror de Piggy.
- Andad con cuidado..., ¿me oís? - gritaba Roger.
Ralph apartó por fin los labios de la caracola y se paró a recobrar el aliento. Sus
primeras palabras fueron un sonido entrecortado p