El patito feo
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Hasta su misma mamá deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo
pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a
las aves le asestó un puntapié.
Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con
gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar
por los aires.
“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió
corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos
salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su
nuevo compañero.
-¿Y tú qué cosa eres? -le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en
todas direcciones, lo mejor que sabía.
-¡Eres más feo que un espantapájaros! -dijeron los patos salvajes-. Pero eso no
importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.
¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar
tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.
Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho
que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.
-Mira, muchacho -comenzaron diciéndole-, eres tan feo que nos caes simpático.
¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas
gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar
espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.
-¡Bang, bang! -se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos
cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de
nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo
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