El patito feo
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-¡Vamos! ¿Qué te pasa? -le dijo ella-. Bien se ve que no tienes nada que hacer;
por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a
poner huevos o a ronronear.
-¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! -dijo el patito feo-. ¡Tan sabroso zambullir
la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!
-Sí, muy agradable -dijo la gallina-. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale
al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer
más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?
-No me comprendes -dijo el patito.
-Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De
seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no
mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un
cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte?
Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi
palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los
buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner
huevos o a ronronear y echar chispas.
-Creo que me voy a recorrer el ancho mundo -dijo el patito.
-Sí, vete -dijo la gallina.
Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente
quería tratarse con él por lo feo que era.
Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el
viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto
hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo,
que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de
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