También el primer día cayó el Manolo, y tampoco le entendía
nada con su acento irlandés, digamos que no era el rey de
modulación. Pasó entre los bancos preguntando el apellido
de cada uno. Yo estaba entre los primeros, al lado de Rata.
Cuando el Manolo lo señala dice “Israel”. Entonces cuando
me señaló a mí grité “¡México!”.
En los ochentas cada país era su propio mundo, y más
Argentina que está lejos de todo y salía del Proceso. Costó
aclimatarse. Acá no se había escuchado hablar del SIDA,
por ejemplo. No había divorcio. Las modas eran otras. Todo
era raro para mí, y yo era raro para todos.
A nivel académico tampoco entendía nada. Por ejemplo,
para mí era impensado que el Coco nos diga que
estudiemos 20 páginas y al día siguiente uno tenga que
pararse al frente y recitar de memoria lo que leyó. Un día en
física había que hacer un polígono de fuerzas. Como no me
entraba el dibujo, pegué muy prolijamente con cinta scotch
una hoja al lado de la otra. Al Tito Heinemann no le gustó y
me rompió el trabajo en la cara. Quedé atónito. También
recuerdo haber hecho dibujos para la Pizzini (profesora de
educación plástica para los no memoriosos) y que alguien
afanó, borró mi nombre y los hizo pasar como propios.
Pero las cosas mejoraron con el tiempo y me acomodé a la
rutina de un mundo masculino. Del colegio recuerdo