El Misterio de Belicena Villca El Misterio de Belicena Villca Edición 2017 | Page 367

¨El Misterio de Belicena Villca¨
de tipo alpino, de dos plantas, con techo de tejas media caña cuyo color contrastaba con el blanco de las paredes y las negras rejas de ventanas y balcones. Contra la oscuridad de la noche se recostaba fantasmalmente sin que, al parecer, hubiera luces encendidas.
Esta visión y el silencio sólo roto por el zumbido de los coyuyos, contribuyeron a desmoralizarme. Me detuve un instante y contemplé la inmensa mole de la casa, apantallada por las ramas de unos sauces gigantes que se hamacaban al compás de una suave brisa. Tuve inexplicables deseos de echar a correr y abandonar ese escenario irreal, pero me repuse enseguida y avancé a grandes pasos con la intención de llamar a la puerta para requerir la presencia de tío Kurt o Cerino Sanguedolce. Fue entonces que lo escuché. Estaba a pocos metros de la casa cuando sentí venir de mis espaldas, hacia la derecha, un sonido conocido... Era un quejido agudo. Un lamento muy especial que sólo pueden reconocer de inmediato quienes hayan tenido experiencia en la cría de perros. Pues ese quejido es la expresión del deseo de atacar que manifiesta el perro, cuando el amo le impide hacerlo.
Yo recordaba que Mamá había traído un pequeño gato a la finca y, para evitar que Canuto lo atacara, decidió hacérselo oler mientras lo retaba con fuertes voces y le prohibía tocarlo. Entonces Canuto temblaba, debatiéndose entre el instinto de matar y la obediencia que debía a sus amos, y lanzaba unos quejidos engañosos que no expresaban dolor sino el deseo contenido de atacar. Este tipo de quejido era el que había sonado a mis espaldas. ¡¿ Perros?! – Pensé alarmado – ¿ cómo no noté la falta de perros? Dios, ¡ qué imbécil! Todas las fincas tienen perros. Pero... ¿ por qué no ladraban? ¿ Por qué no habían ladrado?
Me di vuelta lentamente. Lo que vi me indujo un súbito terror, paralizándome en el sitio en que estaba. Dos pares de ojos verdes relampagueaban en la penumbra a pocos pasos de mí. Eran ojos de animal, de perros quizás; pero creo que el pánico me lo produjo el tomar conciencia de dos cosas; una, el tamaño anormal de esas bestias, y otra, su también anormal cautela. Porque resultaba inconcebible que hubiera podido transitar tanto por la finca sin que los animales emitieran ni un ladrido y que en cambio me siguieran silenciosamente, casi arrastrándose, hasta situarse tan cerca de mí que podía tocarlos con la punta del pie.
Volvió a quejarse una de las bestias con el evidente deseo de saltar sobre mí. En el momento en que me asaltaba la certeza de que su amo no debía estar lejos, sonó un silbido modulado de indudable origen humano. No alcancé a volverme esta vez pues las bestias, al oír el silbido, actuaron como movidas por un resorte y de un gran salto se arrojaron sobre su presa.
A pesar de estar casi paralizado de espanto, el instinto de conservación y varios años de Karate, me hicieron poner en guardia. Pero sólo para comprobar que aquellas fieras gozaban de un particular adiestramiento pues, en lugar de dar dentelladas y buscar el cuello como hacen los perros de combate, estos parecían saber exactamente qué hacer: cada uno se dirigió a un brazo y clavó en él sus dientes. Sentí la carne lacerada y vi que las fieras cerraban las mandíbulas sin intenciones de soltar. El impacto del ataque me hizo trastabillar pues ambos perros parecían pesar más que mis 90 kg.; un segundo después caía hacia atrás mientras sentía crujir el hueso de mi brazo izquierdo en la boca del gigantesco can. Pensé, mientras caía, en varias tácticas para zafarme de los perros: me revolcaría, patearía sus testículos, mordería,....
– Crack – sonó el golpe en mi cráneo y todo se oscureció.
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