El Misterio de Belicena Villca El Misterio de Belicena Villca Edición 2017 | Page 26
¨El Misterio de Belicena Villca¨
de años atrás, hasta la época de los Reyes de mi pueblo, de quienes Lito de Tharsis era uno
de los últimos descendientes. Aquel pueblo, que habitaba la península ibérica desde tiempos
inmemoriales, lo denominaré, para simplificar, “ibero” en adelante, sin que ello signifique
adherir a ninguna teoría antropológica o racial moderna: la verdad es que poco se sabe
actualmente de los iberos pues todo cuanto a ellos se refería, especialmente a sus costumbres
y creencias, fue sistemáticamente destruido u ocultado por nuestros enemigos. Ahora bien, en
la Época en que conviene comenzar a narrar esta historia, los iberos se hallaban divididos en
dos bandos irreconciliables, que se combatían a muerte mediante un estado de guerra
permanente. Los motivos de esa enemistad no eran menores: se basaban en la práctica de
Cultos esencialmente contrapuestos, en la adoración de Dioses Enemigos. Por lo menos esto
era lo que veían los miembros corrientes de los pueblos combatientes. Sin embargo, las
causas eran más profundas y los miembros de la Nobleza gobernante, Reyes y jefes, las
conocían con bastante claridad. Según se susurraba en las cámaras más reservadas de las
cortes, puesto que se trataba de un secreto celosamente guardado, había sido en los días
posteriores al Hundimiento de la Atlántida cuando, procedentes del Mar Occidental, arribaron a
los continentes europeo y africano grupos de sobrevivientes pertenecientes a dos Razas
diferentes: unos eran blancos, semejantes a los miembros de mi pueblo, y los otros eran de tez
más morena, aunque sin ser completamente negros como los africanos. Estos grupos, no muy
numerosos, poseían conocimientos asombrosos, incomprensibles para los pueblos
continentales, y poderes terribles, poderes que hasta entonces sólo se concebían como
atributos de los Dioses. Así pues, poco les costó ir dominando a los pueblos que hallaban a su
paso. Y digo “que hallaban a su paso” porque los Atlantes no se detenían jamás
definitivamente en ningún lugar sino que constantemente avanzaban hacia el Este. Mas tal
marcha era muy lenta pues ambos grupos se hallaban abocados a muy difíciles tareas, las que
insumían mucho tiempo y esfuerzo, y para concretar las cuales necesitaban el apoyo de los
pueblos nativos. En realidad, sólo uno efectuaba la tarea más “pesada” puesto que, luego de
estudiar prolijamente el terreno, se dedicaba a modificarlo en ciertos lugares especiales
mediante enormes construcciones megalíticas: meñires, dólmenes, cromlechs, pozos, montes
artificiales, cuevas, etc. Aquel grupo de “constructores” era el de Raza blanca y había
precedido en su avance al grupo moreno. Este último, en cambio, parecía estar persiguiendo
al grupo blanco pues su desplazamiento era aún más lento y su tarea consistía en destruir o
alterar mediante el tallado de ciertos signos las construcciones de aquellos.
Como decía, estos grupos jamás se detenían definitivamente en un sitio sino que, luego
de concluir su tarea, continuaban moviéndose hacia el Este. Empero, los pueblos nativos que
permanecían en los primitivos solares ya no podían retornar jamás a sus antiguas costumbres:
el contacto con los Atlantes los había trasmutado culturalmente; el recuerdo de los hombres
semidivinos procedentes del Mar Occidental no podría ser olvidado por milenios. Y digo esto
para plantear el caso improbable de que algún pueblo continental hubiese podido permanecer
indiferente tras su partida: realmente esto no podía ocurrir porque la partida de los Atlantes no
fue nunca brusca sino cuidadosamente planificada, sólo concretada cuando se tenía la
seguridad de que, justamente, los pueblos nativos se encargarían de cumplir con una “misión”
que sería del agrado de los Dioses. Para ello habían trabajado pacientemente sobre las
mentes dúctiles de ciertos miembros de las castas gobernantes, convenciéndolos sobre la
conveniencia de convertirse en sus representantes frente al pueblo. Una oferta tal sería
difícilmente rechazada por quien detente una mínima vocación de Poder pues significa que,
para el pueblo, el Poder de los Dioses ha sido transferido a algunos hombres privilegiados, a
algunos de sus miembros especiales: cuando el pueblo ha visto una vez el Poder, y guarda
memoria de él, su ausencia posterior pasa inadvertida si allí se encuentran los representantes
del Poder. Y sabido es que los regentes del Poder acaban siendo los sucesores del Poder. A
la partida de los Atlantes, pues, siempre quedaban sus representantes, encargados de cumplir
y hacer cumplir la misión que “agradaba a los Dioses”.
¿Y en qué consistía aquella misión? Naturalmente, tratándose del compromiso contraído
con dos grupos tan diferentes como el de los blancos o los morenos Atlantes no podía referirse
sino a dos misiones esencialmente opuestas. No describiré aquí los objetivos específicos de
tales “misiones” pues serían absurdas e incomprensibles para Ud. Diré, en cambio, algo sobre
las formas generales con que las misiones fueron impuestas a los pueblos nativos. No es difícil
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