EL LLANO EN LLAMAS el-llano-en-llamas-de-juan-rulfo | Page 76
gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha
sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él
para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo
dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose
hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una
voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado
por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo,
Natalia. Ayúdame a estar contigo", dizque eso le dijo.
Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo
en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban
antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de
pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado
en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era
el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había
enterrado cuando tuvo que morirse.
Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta
entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a
juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado
como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río,
que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos
llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se
levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz
que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían
y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por
encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo
vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra.
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de
aquella luz blanca del camino.
Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de
Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo
amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer,
cuando nos volvía a despertar el sol el mismo sol que parecía acabarse
de poner hacía un rato.
Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como
caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un
hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la
cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos
llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvarera; daban en el
polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el
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