EL LLANO EN LLAMAS el-llano-en-llamas-de-juan-rulfo | Page 69
—No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la
Sierra de Comanja a juntarse con los cristeros del Catorce. Éstos son ya
de los últimos. Lo bueno sería dejarlos pasar para que les dieran guerra
a los compañeros de Los Altos.
—Eso sería lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan
también a nosotros por aquel rumbo.
Feliciano Ruelas esperó todavía un rato a que se le calmara el
bullicio que sentía cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire
como si se fuera a zambullir en el agua y, agazapado hasta arrastrarse
por el suelo, se fue caminando, empujando el cuerpo con las manos.
Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a
correr, abriéndose paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró
en su carrera hasta que sintió que el arroyo se disolvía en la llanura.
Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.
NO OYES LADRAR A LOS PERROS
T Ú QUE vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de
algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviendose de
arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según
avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas
las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate
que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué
horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
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