EL LLANO EN LLAMAS el-llano-en-llamas-de-juan-rulfo | Page 59
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro
sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él. "Se lo han de haber llevado —pensamos—. Se lo
han de haber llevado para enseñárselo al gobierno"; pero, aun así
seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo'. Los coyotes
seguían aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el río, nos
volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha atrás, pero ya
era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por delante
haciendo galopar aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor
animal que yo había conocido. Y detrás de él, nosotros, en manada,
agachados sobre el pescuezo de los caballos. De todos modos la
matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hundí en el
río debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastró a los dos,
lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno de arena. Aquél fue el
último agarre que tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Después
ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya teníamos algún tiempo
sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos
remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al cerro para
escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan
ralos que ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: "¡Allí
vienen los de Zamora!" Había vuelto la paz al Llano Grande.
Pero no por mucho tiempo.
Hacía cosa de ocho meses que estábamos escondidos en el
escondrijo del Cañón del Tozín, allí donde el río Armería se encajona
durante muchas horas para dejarse caer sobre la costa. Esperábamos
dejar pasar los años para luego volver al mundo', cuando ya nadie se
acordara de nosotros. Habíamos comenzado a criar gallinas y de vez en
cuando subíamos a la sierra en busca de venados. Eramos cinco, casi
cuatro, porque a uno de los Joseses se le había gangrenado una pierna
por el balazo que le dieron abajito de la nalga, allá, cuando nos
balacearon por detrás. Estábamos allí, empezando a sentir que ya no
servíamos para nada. Y de no saber que nos colgarían a todos,
hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armancio Alcalá, que era el que le
hacía los recados y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de mañanita, mientras nos ocupábamos en destazar una vaca,
cuando oímos el pitido del cuerno. Venía de muy lejos, por el rumbo del
59